FALANGES
Luis Adalberto Maury Cruz

Estado, seguridad nacional y seguridad pública

07 de Noviembre de 2025

Luis Adalberto Maury Cruz


FALANGES: Estado, seguridad nacional y seguridad pública

Luis Adalberto Maury Cruz
lmaury_cruz@hotmail.com

Introducción

El Estado es tal en la medida en que es soberano; su existencia depende tanto del concierto internacional como de su realidad interior. Mantener esa soberanía constituye una razón de Estado que, desde la perspectiva de la seguridad, se manifiesta en dos dimensiones complementarias: la seguridad nacional y la seguridad pública. Grosso modo, la primera se concibe desde una óptica militar, mientras que la segunda corresponde al ámbito policial.

En las últimas décadas se ha observado una tendencia creciente hacia la militarización de la seguridad pública, fenómeno que en México puede rastrearse desde el sexenio de Felipe Calderón (2006–2012), cuando se declaró la llamada “guerra contra el narcotráfico”. Sin embargo, el único facultado para declarar la guerra es el Congreso de la Unión, no el Poder Ejecutivo; por tanto, dicha declaración fue ilegal.

Aquella “guerra” se insertó en el marco de la Iniciativa Mérida, financiada y estructurada por los Estados Unidos. Aunque en los sexenios posteriores el discurso gubernamental evitó el término “guerra”, sus efectos se han prolongado hasta la actualidad, la incidencia delictiva en esta materia continúa siendo alarmante. Ante ello surge una pregunta fundamental: ¿es sensata la militarización de la seguridad pública?

Seguridad nacional y seguridad pública

Los conceptos de seguridad nacional y seguridad pública se encuentran estrechamente relacionados, aunque remiten a realidades distintas. La primera alude a la garantía de la soberanía, la independencia y la integridad del Estado, así como a la estabilidad política, económica y social del país frente a amenazas internas o externas. La segunda se refiere a la función estatal orientada a proteger la vida, la integridad, los bienes y los derechos de las personas, además de mantener el orden y la paz pública.

La seguridad nacional tiene por objeto preservar al Estado y a la nación —no únicamente a los individuos— frente a cualquier riesgo que comprometa su gobierno, su territorio, su orden constitucional o su propia existencia. En contraste, la seguridad pública busca asegurar que las personas puedan vivir y desarrollarse sin temor a la violencia, al delito o al abuso de poder, tanto en el plano objetivo como en la percepción cotidiana.

La seguridad nacional comprende la creación y sostenimiento de relaciones internacionales que garanticen la paz y la cooperación, evitando conflictos bélicos, diplomáticos o internacionales que pongan en peligro la continuidad del Estado. Esta noción se extiende a esferas estratégicas como la energética, alimentaria, tecnológica y cultural, entre otras.

Por su parte, la seguridad pública se orienta a la prevención y combate de la criminalidad interna; empero, en el contexto contemporáneo enfrenta un desafío creciente: las empresas criminales transnacionales, tales como las mafias o los cárteles del narcotráfico.

La seguridad nacional se asocia con la protección de la soberanía, la integridad territorial, la legitimidad del gobierno, las instituciones políticas y el orden constitucional, tanto en su dimensión interna como externa. La seguridad pública, en cambio, se vincula con la prevención del delito, la procuración y administración de justicia, la protección ciudadana y el mantenimiento del orden social.

Tradicionalmente, la seguridad nacional ha correspondido al ámbito castrense, mientras que la seguridad pública —eufemísticamente llamada “seguridad ciudadana”— compete a las instituciones policiales de los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal), a las fiscalías o ministerios públicos, a los poderes judiciales y a los sistemas penitenciarios; aunque en la actualidad, también participan en ella las fuerzas armadas.

Mantener ambas formas de seguridad constituye la razón de Estado. Ambas son potestades públicas y políticas gubernamentales que comparten fundamentos comunes, como el respeto al Estado de derecho. El combate al delito representa un punto de convergencia entre ambas, especialmente en delitos como el terrorismo, el espionaje, el sabotaje, la subversión o el crimen organizado.

La articulación entre la seguridad nacional y la seguridad pública requiere la existencia de gabinetes y sistemas de coordinación que integren a todas las instituciones vinculadas con la materia, reconociendo sus diferencias y similitudes para lograr una cooperación interinstitucional eficaz.

La realidad política del Estado es compleja, es un entramado de intereses —legales e ilegales, internos y externos— que se manifiestan incluso dentro del propio aparato gubernamental y del denominado Deep State. Desde una perspectiva formalista, lo legal es aquello que no contraviene el derecho positivo, mientras que lo ilegal es su opuesto. Esta distinción resulta útil, aunque insuficiente, para comprender el fenómeno de la seguridad.

Lo delictivo se define por su correspondencia con los tipos penales previstos en la norma. Lo ilegal, en cambio, puede ser de naturaleza administrativa o penal. De esta manera, el estado de derecho implica el acatamiento del marco jurídico establecido, particularmente en las normas administrativas y penales, las cuales constituyen la base institucional y la certeza jurídica indispensables para promover la inversión, el desarrollo y la estabilidad social.


Empero, por encima de esa formalidad operan intereses reales —locales, nacionales y supranacionales—, algunos incluso supralegales o abiertamente ilícitos. Este fenómeno configura una suerte de estado de excepción para determinados grupos de poder y élites. En términos sencillos, se trata de corrupción, un mal inherente al Estado como la enfermedad lo es al cuerpo, aunque no por ello legal, legítimo ni moralmente aceptable.

La eficacia del estado de derecho y la imposición de la legalidad dependen, en última instancia, del ejercicio de la violencia institucional legítima, la cual —como advirtió Weber— debe ser tanto legal. Cuando esto no ocurre, surgen los delitos y la criminalidad; si estos no son sancionados y, por el contrario, son tolerados, el resultado es un escenario de impunidad.

En siglos anteriores al XX, sustancias como el opio o la marihuana podían producirse, venderse y consumirse legalmente. Baste recordar las Guerras del Opio entre China y Gran Bretaña en el siglo XIX (1839–1842 y 1856–1860), cuando el Imperio Británico se convirtió en el primer narco-Estado global. Londres incentivó el consumo de opio, y la demanda china fue satisfecha mediante el contrabando desde la India por comerciantes británicos. Este comercio provocó una crisis de salud pública que llevó al gobierno chino a prohibir la sustancia, generando un conflicto con los intereses comerciales británicos. Dicho episodio marcó el inicio del llamado “siglo de la humillación” (1839–1949), durante el cual China padeció intervenciones y vejaciones de diversas potencias extranjeras.

Este antecedente histórico demuestra que la seguridad nacional y la seguridad pública son, en realidad, dos caras de una misma moneda: la razón de Estado. Un problema de seguridad pública puede escalar hasta poner en riesgo la existencia del propio Estado, y los intereses particulares pueden amenazar su continuidad.

En última instancia, el delito existe porque la norma lo define, pero también puede ser tolerado o incentivado cuando conviene a determinados intereses reales.

La seguridad pública, los delincuentes y el crimen

El estudio de la delincuencia revela, en primer término, que el fenómeno criminal no puede reducirse únicamente a una desviación moral o a una simple transgresión legal. Todo delito ocurre dentro de un contexto social, político, económico y cultural que lo condiciona. La criminalidad, por tanto, debe entenderse como una construcción social, en la que influyen tanto las estructuras de poder como los valores sociales.

El delincuente no es únicamente un individuo que actúa en contra de la ley, sino el resultado de un entramado de desigualdades, violencias estructurales y carencias institucionales. De ahí que no toda conducta tipificada como delictiva sea inherentemente inmoral o antisocial.

El delincuente puede ser ordinario, aquel que actúa de manera ocasional, como sucede en los casos de venganza que derivan en lesiones o daños a la víctima. El delincuente psiquiátrico, presenta patologías mentales que lo llevan a cometer delitos graves, como en el caso de los homicidas seriales. El miembro de una organización delictiva, que puede ir desde las pandillas hasta las empresas criminales de gran escala.

La debilidad de las instituciones encargadas de la procuración y administración de justicia, junto con la corrupción y la impunidad sistémica, han permitido el fortalecimiento de estructuras criminales que actúan con capacidad económica, territorial y social comparables a las del propio Estado. Dichas organizaciones no sólo delinquen: también ejercen control político y social, imponen normas locales y sustituyen al Estado en regiones donde éste ha perdido presencia efectiva.

Estas empresas criminales desarrollan una base social mediante acciones de asistencia —como apoyo en desastres naturales, financiamiento de fiestas populares o construcción de espacios públicos—, lo que les otorgan una legitimidad relativa frente a la población. El flujo de dinero ilícito que generan penetra la economía legal a través de redes de lavado, financiamiento político o inversión inmobiliaria, creando una fusión entre lo legal y lo ilegal, entre lo formal y lo informal.

La consecuencia inmediata es la erosión del estado de derecho y la pérdida del monopolio legítimo de la violencia. Cuando la ciudadanía percibe que las instituciones son incapaces de protegerla o de impartir justicia, tiende a otorgar legitimidad a actores no estatales que sí proveen seguridad o servicios. En ese contexto, la distinción entre el delincuente y el protector se vuelve difusa, y la línea entre la autoridad y el crimen se desdibuja. Este también es el contexto de las autodefensas y de los movimientos sociales de resistencia frente a la delincuencia organizada, tales autodefensas son ilegales, pero legitimas.

La criminalidad es, en parte, un producto del propio Estado. El abandono institucional, la desigualdad estructural y la exclusión social son factores que fomentan la creación de economías y grupos ilícitos. En este sentido, la seguridad pública no puede limitarse al incremento de la fuerza coercitiva: requiere de políticas sociales integrales orientadas a la prevención, la educación y el fortalecimiento del tejido social; son cruciales los servicios de inteligencia.

La reacción armada —militar— por parte del Estado, aunque necesario, no resuelve las causas profundas del delito e incrementa la criminalidad. La seguridad pública se sustenta en la inteligencia, en la justicia social y en el desarrollo humano, más que en la represión militar. Si la violencia institucional es ilegítima y normaliza el Estado corre el riesgo de reproducir los mismos mecanismos de criminales que dice combatir.

Por tanto, es indispensable reconocer que la lucha contra la delincuencia no puede librarse exclusivamente en el terreno policial o militar tradicional. Es un combate cultural, económico y político, que exige repensar la relación entre el Estado, la sociedad y el individuo, así como la legitimidad del uso de la fuerza frente a los derechos humanos y las libertades fundamentales, siendo crucial la inteligencia.

La militarización de la seguridad pública

El proceso de militarización de la seguridad pública en México constituye uno de los fenómenos políticos y sociales más controvertidos de las últimas décadas. Su origen puede rastrearse en la estrategia de seguridad implementada durante el gobierno de Felipe Calderón (2006–2012), que, bajo el argumento de enfrentar al crimen organizado, introdujo de manera sistemática a las Fuerzas Armadas —Ejército y Armada— en funciones policiales. Esta decisión transformó de manera estructural la relación entre el Estado, la ciudadanía y la violencia institucional.

Las Fuerzas Armadas tienen como finalidad constitucional garantizar la independencia, la soberanía y la integridad territorial del país, así como auxiliar a la población en casos de desastre. Su intervención directa en tareas de seguridad pública desdibuja las fronteras entre la seguridad nacional y el orden interno, colocando a los militares en un terreno ambiguo respecto de los derechos humanos y las normas del uso legítimo de su fuerza.

La militarización de la seguridad pública puede definirse como la transferencia de funciones las relacionadas con la prevención del delito, la investigación policial y el mantenimiento del orden público a instituciones armadas. En donde en cuadra la creación de la Guardia Nacional en México en el sexenio de López Obrador. En teoría esta práctica tiende a modificar la doctrina institucional, el sistema de mando y la cultura organizacional de los cuerpos policiales, quienes adoptan procedimientos propios del ámbito militar, como la jerarquía rígida, la disciplina vertical y la lógica de combate; pero, en la realidad es falso. Pues, en el plano municipal y estatal los grados policiales no se respetan, cosa impensable en lo militar. Estas policías son las más cooptadas por la delincuencia organizada.

Se argumenta que la presencia militar contribuye a restablecer el orden en regiones donde las corporaciones civiles fueron rebasadas por la delincuencia organizada. Empero, múltiples informes de organismos nacionales e internacionales han señalado que dicha participación se han incrementado los casos de violaciones a derechos humanos, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y tortura, lo cual mina la legitimidad del Estado y agrava la desconfianza ciudadana. También, el soldado es corrompible.

Con frecuencia se cree que la militarización genera una dependencia estructural: una vez que las fuerzas armadas asumen tareas de seguridad pública, las instituciones civiles tienden a debilitarse, al volverse subsidiarias de la autoridad castrense. Lo cierto es que los militares son tan corruptibles como los policías. Los policías no asumen el decálogo, ni el código militar como forma de vida y amor a la patria. Luego, cabe preguntar: ¿La incapacidad policial justifica la intervención militar o los intereses del complejo militar industrial es lo que subyace en esta militarización?

¿El proceso de militarización puede interpretarse como un mecanismo de control interno del Estado sobre la población? Esto es casuístico, en México hay que leerlo desde la óptica geopolítica y la vecindad con Estados Unidos, esta medida la instauró el Departamento de Estado, como lo muestra la Iniciativa Mérida y la operación Rápido y Furioso. Luego, la militarización no responde a la política interna de México, sino a la política exterior de Washington.

Al colocar a los militares en funciones policiales, se amplía el margen de discrecionalidad del Poder Ejecutivo y se redujo el prestigio de las fuerzas armadas, la delincuencia se ve obligada a infiltrarse en los procesos políticos y electorales para garantizar sus intereses y negocios ilícitos; por ello, no es un tema de contrapesos democráticos, sino de poderes fácticos. En términos jurídicos, se produce una distorsión constitucional, pues las fuerzas armadas actúan en un marco excepcional que la Carta Magna les otorga tradicionalmente, contraviniendo la naturaleza castrense.

La cooperación en materia de seguridad entre México y Estados Unidos —particularmente a través de la Iniciativa Mérida y sus sucesores— ha promovido la adopción de modelos de seguridad militarizada bajo el pretexto de combatir al narcotráfico y al terrorismo. Esta lógica ha generado una dependencia tecnológica, doctrinal y presupuestaria que limita la soberanía nacional y refuerza la subordinación estratégica del Estado mexicano en el contexto de América del Norte.

La militarización plantea un dilema civilizatorio: ¿puede un Estado garantizar la seguridad ciudadana mediante instituciones cuya razón de ser es la guerra? La respuesta exige repensar los fundamentos mismos de la seguridad, la legitimidad y la violencia. Una Estado democrático de derecho requiere instituciones civiles y miliares fuertes, profesionalizadas, coordinadas, transparentes y no subordinadas a entes externos al Estado.

Militarización y legitimidad

La legitimidad del Estado no proviene únicamente de su capacidad coercitiva o de su eficacia operativa, sino del reconocimiento de la población de que su autoridad se ejerce conforme a la ley y se orienta al bien común. Si el Estado recurre sistemáticamente a las fuerzas armadas para el control interno, corre el riesgo de sustituir la legitimidad política por la fuerza, y la confianza social por el temor.

Weber distinguió tres tipos de legitimidad: la tradicional, la carismática y la legal-racional. En las democracias modernas, la autoridad se sustenta en esta última, es decir, en la observancia del estado de derecho y en la confianza de que las instituciones actúan dentro del límite constitucional.

¿La militarización no erosiona esa confianza al alterar la división funcional entre lo civil y lo militar? Es falso que el control civil sobre las fuerzas armadas constituye un pilar de la democracia, pues la cabeza del gobierno y del ejército en México y en Estados Unidos han sido civiles, los cuales con frecuencia padecen descredito social, basta recordar a Calderón y a Peña Nieto, o a Biden y Trump. Mejor aún hay militares que han sido presidentes con gran aceptación social y legitimidad política, como es el caso del Gral. Lázaro Cárdenas.

El debilitamiento institucional del Estado implica una regresión autoritaria o a la anarquía. El poder militar puede convertirse en detractor del régimen y del Estado, como lo muestra el golpe de Estado de Victoriano Huerta y la decena trágica, producto de una presidencia débil en manos de Madero con un gobierno nepotista, que fueron presa fácil de Washington.

La legitimidad depende del equilibrio entre la eficacia gubernamental y la garantía de los derechos humanos. Un Estado puede ser eficaz en el combate al crimen, pero ilegítimo, si viola sistemáticamente los derechos humanos. Los regímenes autoritarios justifican su existencia bajo el argumento del “orden y la seguridad”, pero destruyen los fundamentos del Estado.

¿La militarización prolongada genera una transformación cultural: la sociedad se acostumbra a la presencia armada en espacios civiles y a la normalización del uso de la fuerza como respuesta principal ante los conflictos sociales? Será que esa naturalización de la violencia institucional debilita la cultura democrática y despolitiza a la ciudadanía. Los casos de históricos Esparta, Tenochtitlan, Roma, China dicen lo contrario.

¿Un Estado militarizado corre el riesgo de perder su condición de estado de derecho para transformarse en un Estado de excepción normalizada? Un orden jurídico militarizado opera bajo de legalidad, pudiendo ser ilegitimo. En tal escenario, la frontera entre lo legal y lo ilegítimo se vuelve porosa, y la violencia del Estado pierde legitimidad.

La legitimidad, luego, exige la sujeción del poder militar y civil, la rendición de cuentas, la transparencia y el control ciudadano de las políticas de seguridad. La seguridad sin derechos es dominación. En consecuencia, la militarización, que ha experimentado México ha debilitado la legitimidad gubernamental, no por la militarización per se sino por su subordinación a La Casa Blanca. Pues, se sustituyó la gobernabilidad por la extraterritorialidad de Estados Unidos y la anarquía.

La seguridad pública al entenderse como una expresión del contrato social, niega la realidad del Estado: el Deep State, las élites, los grupos de poder y las relaciones internacionales. Si el ciudadano percibe esta realidad, se organiza bajo fines y metas operativas tendrá mayor incidencia en las políticas públicas y mejores condiciones para reconstruir el tejido social, desde su real marco de acción, y quizá llevará a la desobediencia civil.

El narcotráfico y sus finanzas

El narcotráfico en Estados Unidos generó casi 100 mil millones de dólares anuales, los cuales fluyen a través del sistema financiero estadounidense, advirtió Janet Yellen, secretaria del Tesoro de ese país en 2023.
Por su parte, el fiscal general Merrick Garland aseguró que los cárteles del narcotráfico en México son tan poderosos que incluso superan en ingresos a las economías de algunos países.

El narcotráfico en México genera aproximadamente 12.1 mil millones de dólares anuales, según el Informe Mundial de Drogas 2025 de la ONU. Esta cifra, que incluye ingresos por el tráfico de cocaína, metanfetaminas y heroína, representa una parte significativa del Producto Interno Bruto (PIB) nacional. Se calcula que el flujo de dinero ilícito relacionado con el narcotráfico equivale al 1% del PIB mexicano.

Por lo tanto, el narcotráfico se comprenderse como una empresa criminal transnacional diversificada, dotada de estructura logística, capacidad de financiamiento, redes de corrupción y una profunda inserción social, muestra que su impacto sobre la seguridad es doble: erosiona la legitimidad interna del Estado y vulnera su autonomía externa.

La seguridad nacional y el narcotráfico

El narcotráfico no sólo representa una amenaza para la seguridad pública, sino que constituye un desafío estructural para la seguridad nacional, en tanto compromete la soberanía, la estabilidad política, la economía y la integridad institucional del Estado. No es únicamente un fenómeno criminal, sino de un sistema económico y financiero que articula lo ilegal y lo legal, que interactúa con el mercado global, con intereses geopolíticos de potencias y empresas extranjeras.

La seguridad nacional supone la capacidad del Estado para garantizar su existencia frente a amenazas internas o externas. Si dichas amenazas se entrelazan con actores económicos y financieros transnacionales, el Estado se enfrenta a un enemigo que no opera como ejército local, sino como corporación global. Luego, la llamada “guerra contra el narcotráfico” ha sido, en realidad, una guerra asimétrica entre el Estado y un entramado global económico/financiero con capacidad de penetración y cooptación institucional.

La militarización impulsada en el marco de la Iniciativa Mérida evidencia esta asimetría. Bajo el discurso de la cooperación en seguridad, México se subordinó gravemente a los intereses del complejo industrial militar estadounidense, adoptando una lógica tortuosa de confrontación directa en lugar de una estrategia integral. Por ello, el combate al narcotráfico terminó reforzando el negocio de la guerra: se incrementó la venta de armas, la dependencia tecnológica y la injerencia de Washington.

El narcotráfico reproduce las dinámicas del capitalismo financiero: maximiza beneficios, diversifica riesgos y blanquea sus ganancias mediante sistemas bancarios globales. La línea que separa la economía formal de la economía criminal es, en muchos casos, meramente contable. Por ello, el verdadero combate no radica en la confrontación armada, sino en el control y la inteligencia financiera.

El narcotráfico desafía el principio de soberanía porque genera zonas de excepcionalidad, territorios donde el Estado pierde el monopolio legítimo de la violencia y donde rige un orden alternativo de poder estatal. Estas regiones —controladas por organizaciones criminales— operan como “microestados” dentro del Estado, donde las normas de facto sustituyen las normas de derecho. Esta fragmentación territorial revela la vulnerabilidad estructural de la soberanía nacional frente a la criminalidad organizada.

La infiltración del narcotráfico en instituciones públicas y partidos políticos representa una forma de captura del Estado. Si el poder criminal penetra la estructura estatal, el problema deja de ser policiaco y se convierte en una cuestión de razón de Estado. La seguridad nacional, entonces, se ve comprometida por la amenaza que parece interior, pero en realidad es una empresa global, que se afianza por la corrupción interior.

El narcotráfico constituye una forma contemporánea de biopolítica/necropolítica, administra la vida y la muerte de las poblaciones, regula los territorios mediante la violencia ilegal y establece una economía. De esta forma, el Estado y el crimen comparten, en ciertos espacios, el control de la vida social y cultural, lo que diluye la distinción entre lo legal y lo ilegal, entre la autoridad legítima y la fuerza de facto.

Por ello, toda política de seguridad frente al narcotráfico debe fundarse en tres pilares:

1. Inteligencia financiera, para desarticular el flujo de capitales ilícitos y los circuitos de lavado.

2. Fortalecimiento institucional, que garantice la independencia judicial y la profesionalización de los cuerpos de seguridad.

3. Reconstrucción del tejido social, mediante políticas de desarrollo, educación y salud que reduzcan la base de apoyo social del crimen.

La seguridad nacional y la seguridad pública, en última instancia, no se mide por la cantidad de soldados y policías desplegados ni por el número de capos detenidos, sino por la capacidad del Estado para garantizar una vida digna, pacífica y libre de miedo a sus ciudadanos. Si la guerra contra el narcotráfico ha fracasado, es porque se confundió la fuerza con la inteligencia y la violencia con la autoridad.
El crimen y la irreversibilidad de la violencia

La criminalidad, una vez institucionalizada o normalizada, tiende a volverse irreversible. Esta afirmación, que parece pesimista, expresa una realidad sociopolítica: si la violencia ilegitima se integra en la estructura del Estado o en la vida cotidiana, se convierte en una anomalía sistémica y en un modo de subexistencia. En México, la militarización de la seguridad pública y la expansión del crimen organizado han configurado una espiral de violencia ilegitima y estructural que desafía la capacidad regenerativa del orden público.

El crimen organizado no es únicamente un fenómeno delictivo; es un modo de poder que disputa al Estado el control de los territorios, de la economía y del propio sentido de la justicia. El poder necesita violencia legítima y legal. La atrocidad aparece donde la violencia legítima y la legal ya no existe. En este contexto, la expansión del crimen es una crisis de legitimidad estatal y falencia de su monopolio de la violencia legal; pues, el Estado, en territorios y rutas puntuales, sea desplazado por actores extralegales que ejercen control efectivo.

La irreversibilidad de la violencia se manifiesta en tres niveles:

1. Institucional, cuando las estructuras militares y policiales son cooptadas por el crimen organizado.

2. Social, cuando la población incorpora el delito y el crimen como parte de su cotidianidad y pierde la expectativa de un orden pacífico.

3. Cultural, cuando el discurso del crimen se estetiza o se vuelve aspiracional, como ocurre con la figura del “narco” en la cultura popular.

El narcotráfico, convertido en empresa transnacional, ha penetrado la economía formal y ha modificado la lógica de las instituciones. El flujo ilícito de capital, estimado en miles de millones de dólares, circula dentro del sistema financiero global, donde los mecanismos fiscales se ven superados o coludidos por la sofisticación del lavado de dinero. En tal sentido, el crimen se vuelve estructural: no es una excepción al sistema, sino una parte funcional de la economía globalizada.

Esta crisis del Estado es incapacidad de garantizar seguridad y justicia, al deja de ser garante del estado de derecho y de la paz social, se convierte en uno de los actores del conflicto. El Estado, que debía administrar el crecimiento y la dignidad se imposibilitado a cumplir con su misión.

El Departamento de Estado de los Estados Unidos no ignora el papel que su complejo industrial-militar, se empeña en la perpetuación del conflicto. La exportación de armas, la asistencia militar y la injerencia en políticas de seguridad regional refuerzan una economía de guerra que beneficia a las industrias armamentistas y a la gigabanca, más que a los pueblos. Así, esta criminalidad no es un accidente del sistema, es una fuente de rentabilidad.

La estrategia mexicana de “Abrazos, no balazos”, aunque ampliamente criticada, tiene un fundamento: reducir la lógica de escalamiento bélico que sostiene el negocio de las armas. La ausencia de políticas estructurales de desarme, empleo, educación y salud impidió que esta estrategia alcanzara resultados tangibles. La criminalidad, sin un cambio en las condiciones económicas y culturales que la reproducen, se autorregenera.

Una generación que crece en entornos violentos y criminales interioriza el delito y el crimen como lenguaje, como modo de ascenso o supervivencia. La lucha contra el crimen, por tanto, no puede reducirse a estrategias punitivas: requiere una transformación simbólica y estructural.

El problema radica en que cada ciclo de delictivo deja tras de sí una infraestructura y una cultura que la perpetúan. Las armas circulan, los ejércitos permanecen, las instituciones se militarizan y la población aprende a vivir bajo excepción. Lo que en principio fue una medida temporal —el uso de militares en tareas policiales— se convierte en la regularidad. Esta es la verdadera irreversibilidad: la naturalización del estado de excepción como forma ordinaria de gobierno.

La única vía de reversión posible radica en reconstruir el tejido social desde la legitimidad, la justicia y el bienestar. Un gobierno que sustituye la confianza por la fuerza, la inteligencia por la represión y la justicia por la venganza se condena a reproducir la criminalidad que dice combatir. La seguridad no se alcanza mediante la guerra, sino a través de la reconstrucción política.

Las bases sociales del narcotráfico

El narcotráfico no se sostiene únicamente por su capacidad armada o financiera, sino por la legitimidad social que ha construido en determinados territorios. Dicha legitimidad no es ideológica ni moral, sino funcional: las organizaciones criminales llenan vacíos que el gobierno ha dejado desatendidos. Donde el Estado no provee seguridad, justicia o bienestar, el crimen organizado emerge como agente de sustitución, proveyendo asistencia, empleo y, en ocasiones, una forma perversa de orden.

En este sentido, la llamada “base social del narcotráfico” surge de una economía y sociedad de la marginación. Las comunidades rurales y urbanas excluidas del desarrollo formal encuentran en las actividades ilícitas una vía de subsistencia, mientras los programas gubernamentales resultan insuficientes, burocráticos o corruptos. El crimen se inserta, así, en el tejido social como una alternativa de vida y de protección.
El capital ilícito se convierte en un factor de cohesión social. Las organizaciones criminales financian obras y servicios públicos. Tales actos, aunque instrumentales, generan un sentimiento de pertenencia y gratitud, con ello, una legitimidad simbólica frente al Estado ausente. La delincuencia queda entonces revestida de una lógica comunitaria que normaliza la ilegalidad y la convierte en parte de la identidad local.

Así, el narcotráfico ha logrado un tipo de dominación carismática, basada en la lealtad personal y en la admiración hacia “narco”. Este liderazgo no se impone únicamente por la fuerza, sino también por el reconocimiento social de su capacidad de proveer. En algunos lugares, el capo es percibido como benefactor, protector o mediador frente al poder político corrupto.

El narcotráfico actúa combinando lo informal y lo formal, aunque basado en la ilegalidad. Inyecta recursos en comunidades, genera empleo indirecto y, de forma paradójica, sostiene circuitos de consumo y crédito. Sin embargo, esta “bondad criminal” genera una descomposición social, que acepta el delito como condición de bienestar.

La política pública ha sido incapaz de contrarrestar esta legitimidad social porque ha privilegiado el enfoque militar sobre el enfoque social y de inteligencia financiera. Mientras el Estado lucha con armas, el narcotráfico combate con dinero y con sentido de pertenencia. Esta asimetría explica la resiliencia del fenómeno y la dificultad para erradicarlo. La criminalidad, lejos de disminuir, se reproduce pues encuentra raíces en la pobreza, la desigualdad y la exclusión estructural.

Algunas conclusiones

1. El análisis multidisciplinario del Estado, la seguridad, la militarización, el crimen y el narcotráfico revela una constante: la debilidad del Estado ante poderes extralegales que operan con lógica económica y cultural. México enfrenta una crisis de seguridad, una crisis de civilidad y de legitimidad.

2. La militarización, la corrupción y la desigualdad han configurado un orden en el que el delito y el crimen se volvió estructural. Superar esta condición no implica únicamente cambiar de estrategia, sino de simbolizar a la legitimidad y al bien común como medio para fortalecer el tejido social.

3. El Estado debe recuperar su papel de garante de la vida digna, mediante la justicia, la inteligencia institucional y la empatía social.

4. El crimen cuando se integra en la vida cotidiana, deja de percibirse como tal. La comunidad, al aceptar la ayuda, justifica el delito. Se trata de una forma contemporánea de la normalización de la criminalidad.

5. La seguridad se construye con inteligencia, legitimidad y con un uso legal de la violencia. No hay paz duradera sin justicia social, ni legitimidad sin presencia efectiva del Estado en la vida cotidiana de la población. El combate al narcotráfico no se limita a la fuerza ni a la retórica; requiere una estrategia integral de reconstrucción institucional, económica y cultural.

6. El narcotráfico se sostiene sobre tres pilares: La exclusión económica, que lo convierte en alternativa viable, la corrupción institucional, que le garantiza impunidad, y la legitimidad social, que le otorga arraigo y continuidad. Combatir el fenómeno exige desarticular estos tres elementos mediante políticas de desarrollo, educación, cultura de la legalidad y participación ciudadana. No se trata sólo de erradicar al enemigo, sino de restituir el sentido de Estado y del bien común.

7. La razón de Estado supone la defensa del territorio y la defensa de la vida digna. Mientras la vida de millones de mexicanos siga expuesta al crimen, a la impunidad y a la pobreza, la nación permanecerá herida, con una fractura interna. Tampoco, la soberanía es negociable.

8. En fin, ¿usted qué piensa?...