FALANGES
Luis Adalberto Maury Cruz

Desobediencia civil entre el mito y lo mismo

01 de Noviembre de 2025

Luis Adalberto Maury Cruz


FALANGES: Desobediencia civil entre el mito y lo mismo

Luis Adalberto Maury Cruz
lmaury_cruz@hotmail.com

El Estado pierde su estabilidad cuando el gobierno pierde legitimidad. Esta legitimidad no consiste en una aceptación mayoritaria, sino en la condición que permite la estabilidad de la estructura del mando y su eficiencia, de modo que no exista insubordinación por parte de los gobernados. La aceptación mayoritaria no equivale a la percepción de aceptación; de hecho, en un grupo, la mayoría puede asumir una posición determinada, pero suponer y actuar como si la mayoría no la compartiera. He ahí la importancia de la narrativa, las autopercepciones y la propaganda.
La insubordinación se hace evidente cuando las instituciones del Estado dejan de ser suficientes para resolver y administrar los conflictos públicos, o bien cuando se instala la percepción generalizada de ineptitud o corrupción del gobierno por parte de la mayoría de la población. Tal mayoría debe entenderse en sentido relativo, no absoluto ni matemático.
Esta legitimidad supone el control de la narrativa dominante por parte del gobierno y, por ende, una propaganda efectiva —eufemísticamente llamada comunicación social. Cuando esto no ocurre, sobreviene el desgobierno o, al menos, una creciente disconformidad u odio colectivo.
De esta manera, cabe preguntarse: ¿cómo se pierde la legitimidad? La condición fáctica es la insuficiencia institucional ante los problemas públicos y la pérdida del control de la narrativa dominante.
La desobediencia civil y la guerra mental
En esta Tercera Modernidad, donde las redes sociales y la guerra mental se vuelven cada vez más evidentes, es necesario vacunarse contra la anencefalia política y los malestares culturales de nuestra época. El pensamiento crítico es un antídoto frente a tales calamidades: no como la respuesta óptima, correcta o definitiva, sino como una disposición vital de ser uno mismo, en tanto persona auténtica y genuina —un yo pienso autorregulado en sus emociones, con sentido de pertenencia y con la progresión natural de la inherente bonhomía.
La soberanía popular
En el siglo XVI, Francisco Suárez, en sus Disputas metafísicas, señalaba que la soberanía no radica en el monarca o el gobierno, sino en el pueblo —en los gobernados—, y que son estos quienes transfieren la soberanía a sus gobernantes. Así, estamos ante el postulado suarista de la soberanía popular, cuya vigencia en nuestra época es apremiante ejercerla con responsabilidad, visión de nación y compromiso transgeneracional. De este modo, Suárez en oposición a los postulados de Hobbes en Leviatán, quien afirmaba que la soberanía residía en el gobierno o en el rey; propone desde la hispanidad una soberanía popular, y también se adelantó al liberalismo, a la Revolución Francesa y a la Ilustración.
Puede, por tanto, existir un gobierno ilegítimo cuando se instala la percepción de que este no representa los intereses de sus gobernados. Dichos gobernados constituyen un cuerpo amorfo, aunque unidos por problemas y necesidades comunes, sean de hecho o de percepción. Eso que llamamos bien común los amalgama, oponiéndose al interés privado, el cual es ajeno a la esfera de lo político. Sin embargo, otro aglutinante puede ser la animadversión, el encono social o el odio. Estos factores deben entenderse como percepciones mayoritarias —como un “la mayoría cree que…”— aunque, de hecho, no sea así.
Un gobierno o un Estado puede caer por las maquinaciones de adversarios internos o externos. Así ocurrió con la España Americana, víctima de las intrigas y la propaganda de Inglaterra y Estados Unidos, mediante logias de cuño anglosajón —no son las originales. Basta recordar el arrepentimiento de Simón Bolívar y el fracaso de la Gran Colombia, al darse cuenta de que había trabajado para los intereses de aquellas potencias. Bolívar, desilusionado y enfermo, declaró antes de morir: “He arado en el mar”, reconociendo el fracaso de su sueño unionista.
Este tipo de maquinaciones buscan desestabilizar, inoculando sensaciones y percepciones contrarias al régimen e impulsando movimientos sociales desestabilizadores. En efecto, estas acciones tienen dos raíces reales: las inconformidades sociales y los intereses estratégicos. Esto constituye una genuina guerra mental. La mente, también, es un ámbito militar.
En la Tercera Modernidad, donde predomina el hiperindividualismo, las sociedadeslíquidas y cansadas, y el puer aeternus como arquetipo cultural, los intereses —aunque invisibles— se mantienen siempre presentes. La mente es un campo de batalla: es la guerra por instaurar una narrativa. Esa introyección determina tanto la legitimidad de un régimen como los elementos para su derrocamiento.
Se advierte una narrativa común en las plataformas virtuales de entretenimiento: el wokismo en Netflix, el cine de Hollywood y las principales cadenas de noticias del Occidente Colectivo. Todos ellos funcionan como medios para la instauración de una narrativa: el ariete cultural de la América Global.
Interés común
El interés común no es sinónimo de legitimidad. En la realpolitik, la legitimidad es un ejercicio de manejo de percepciones y de instauración de narrativas —aunque no se reduce únicamente a ello. El interés común remite a los derechos justiciables de las personas, ya sean individuos o comunidades. Estos derechos —civiles, sociales, económicos y políticos— deben ser homogéneos para todos, pues refieren al libre desarrollo de la persona.
Si el derecho no es homogéneo en términos de igualdad sustantiva, entonces se convierte en un privilegio; y si además está positivado en una norma legal, constituye una aberración jurídica, aun cuando la narrativa dominante lo vocifere como justo.
Así, garantizar el derecho a la vida y a la salud, a la propiedad y a la generación deriqueza, y a la participación política da sentido a las políticas públicas. Estos derechos deben asumirse dentro de un entorno de progresividad eminentemente circunstancial, enraizado en la actualidad. No basta con reconocerlos per se: es necesario difundirlos, transparentarlos e implementar mecanismos efectivos para su acceso y disfrute, en términos de igualdad sustantiva.
Ello implica generar un piso mínimo igualitario en lo normativo e institucional, reconociendo las diferencias existentes, sin caer en la discriminación, ni en las tiranías de las minorías, ni en igualitarismos demagógicos y obtusos. Sin embargo, sin canales de difusión ni una narrativa institucional sólida, el Estado queda desarmado frente a las narrativas opositoras.
El Estado no existe para eliminar las desigualdades naturales, sino para evitar las discriminaciones. La progresividad estatal consiste en mantener la igualdad sustantiva y garantizar el avance de los derechos; no en privilegiar a unos, pues ello implicaría discriminar a otros.
Así como existe una selección natural de los aptos, debe reinar la eficiencia en todos los ámbitos de la vida humana y del Estado. En efecto, esto es un imperativo, aunque no siempre una realidad imperante.
En las políticas públicas no puede haber privilegios ni discriminación inversa. Cuando esto ocurre, emerge la tiranía de las minorías, de ciertos colectivos o lobbies; en tal caso, no se trata de una política pública auténtica, sino de un facsímil: un interés privado disfrazado de justicia y bien común.
Los privilegios
Los privilegios suelen verse desde la envidia. Es claro que quien se ve imposibilitado para realizar algo, o carece de ello, tiende a denostar a quien sí lo posee. La envidia es el dolor por el bien ajeno; un gobierno, sociedad o familia que la fomente condena a sus integrantes a la amargura e incita a las vejaciones y al maltrato. En consecuencia, el Estado supone una pedagogía del buen trato.
Fomentar la envidia es demoler la condición de bonhomía que sustenta la solidaridad. Por ello, es preciso fomentar la solidaridad, que no equivale al paternalismo, como medio para fortalecer el tejido social y económico, con el propósito de expandir la clase media y reducir la pobreza.
En esta Tercera Modernidad, los sistemas de publicidad y propaganda incentivan el tener y la apariencia sobre el ser, lo que a la postre conduce a la depresión y al estrés: terreno fértil para la envidia, ese cáncer que corroe la existencia.
El ámbito del privilegio pertenece únicamente a lo privado, ya sea producto del esfuerzo o del azar. En efecto, el privilegio —entendido como goce exclusivo—, cuando proviene del esfuerzo, se llama mérito; si nace del azar, es fortuna. Ambas, sin embargo, son hijas de las circunstancias y de la determinación.
El tema central, entonces, es sostener un trato fundado en la igualdad sustantiva. No es bueno quien ayuda, sino quien no daña. Por ello, el Estado no está para eliminar a los ricos, sino para romper los ciclos de pobreza, desarrollando estrategias de política públicagarantista que fortalezcan a la clase media. Como señalaba Aristóteles, una clase media robusta contribuye a la estabilidad del Estado y, en consecuencia, a su legitimidad.
Existen la nacionalización y la expropiación, que sólo se justifican en aras de la utilidadpública. No obstante, este tema es delicado, pues debe atender a criterios legales, de política pública y de razón de Estado, que en esta disertación no tratare.
La desobediencia civil y la insuficiencia institucional
La desobediencia civil, como acto público, no es gubernamental. Es violenta en tanto contraviene el orden establecido y el status quo; de lo contrario, es sólo una ilusión —o peor aún, una falsa bandera que garantiza los intereses del Deep State. La desobediencia civil puede manifestarse en distintos grados: desde la marcha hasta el boicot, e incluso escalar hacia la guerra civil. La historia demuestra que estas últimas suelen ser revoluciones políticas, no sociales.
Las revoluciones de colores y muchos de los movimientos de colectivos contemporáneos son reflejo de la Agenda 2030 y de operaciones que resguardan los intereses de élites globales, regionales, nacionales y locales.
Pero ¿por qué el discurso políticamente correcto evita reconocer la naturaleza violenta y evidente de la desobediencia civil? Tal vez la respuesta se encuentre en el miedo que provoca el propio llamado a desobedecer.
Desde John Rawls, la desobediencia civil busca inducir un cambio en normas jurídicas o políticas públicas consideradas ilegítimas a la luz de los principios que rigen la vida social. Esta forma de protesta, moralmente fundamentada, plantea la cuestión sobre la naturaleza y los límites de la regla de las mayorías, base sobre la cual se adoptan las decisiones públicas obligatorias en un sistema democrático. Su origen es lo público, en tanto reclamo social; por ello, puede convertirse en una bandera apropiada tanto por el gobierno como por la oposición.
Sin embargo, tampoco es prudente asumirla siempre como una protesta moralmente fundamentada, pues —como decía Gonzalo N. Santos, “el Alazán Tostao”— “la moral es un árbol que da moras”. Evidentemente, no se trata de transitar de la tiranía de las mayorías a la tiranía de las minorías. Para en un régimen que se asuma democrático, la voz cantante debe ser la de las mayorías, guste o no
La sociedad civil
El Estado y la naturaleza humana son violentos, aunque los arcontes lo nieguen. El seno del Estado es el conflicto entre élites, del cual dimanan el gobierno y la estabilidad del régimen, o lo opuesto. La estabilidad del gobierno y del Estado mismo depende de una legitimidad operativa, también supone una clase media amplia y en expansión, sostenida por una dosis suficiente de propaganda.
Dicho de otro modo, una desobediencia civil presupone la existencia de una sociedad civil. Aunque esta se encuentra contenida dentro de la clase gobernada, está compuesta por individuos que poseen cierta consciencia de ser gobernados y de que en ellos radica la soberanía, como ya lo señalaba Francisco Suárez.
Ser sociedad civil es, por tanto, una forma política de ser: una manera de situarse dentro del Estado con una actitud proactiva, sin pertenecer a la clase gobernante ni a la élite.
La idea de sociedad civil y de desobediencia civil implica acción, organización política y comunidad de fines comunes. Sin embargo, no basta con pertenecer a un movimiento o con tener la autopercepción de ser “sociedad civil” ni con creer que se realiza un acto legítimo de desobediencia; es necesario contravenir realmente el status quo.
Ninguna de las llamadas revoluciones de colores, aunque enfrentaban a sus regímenes, fueron verdaderamente progresistas ni de izquierda, pues respondían al decálogo de la América Global y a los lineamientos de la Agenda 2030, que son neoliberales. No obstante, su eficacia para derrocar regímenes se basó en las fisuras internas del Estado y del gobierno, en la imposición de una narrativa dominante y en la reapropiación de reclamos relativos a derechos civiles, económicos y políticos de los gobernados. Además, fueron financiadas desde el extranjero mediante ONGs con intereses opuestos a los de los regímenes afectados. En realidad, constituyeron una forma de guerra de proximidad.
Algunas conclusiones
1. En el Estado, quienes poseen mayor consciencia de la estatalidad son los sujetos políticos, que no necesariamente son militantes; sin embargo, no todos cuentan con los recursos ni las tácticas operativas para materializar dicha consciencia.
2. Cuando dentro de la élite algún integrante pierde esa consciencia política o su efectividad operativa, deja un vacío que es llenado por sus homólogos.
3. Cuando entre los gobernados se desarrolla una sociedad civil organizada, sus integrantes —que no abarcan a todos los miembros del movimiento— adquieren el rol de sujetospolíticos, pudiendo eventualmente formar parte del gobierno o de la élite.
4. Con frecuencia, la desobediencia civil surge de la insuficiencia institucional del Estado y de la anencefalia gubernamental para responder a las demandas contemporáneas.
5. En fin, ¿usted qué piensa?...

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