Revolución política vs revolución social: poder y legitimidad
11 de Octubre de 2025
Luis Adalberto Maury Cruz
Luis Adalberto Maury Cruz
lmaury_cruz@hotmail.com
La vida de la humanidad y del Estado no puede comprenderse sin la violencia ni la guerra, pues ambas constituyen formas de defender, conseguir o garantizar intereses; son, en efecto, una constante histórica. La paz es sólo el sueño eterno de los ya extintos. La guerra, en cualquiera de sus sentidos, es la fuente del devenir histórico. Incluso el Estado más pacifista ha padecido, padece y padecerá conflictos internos o amenazas exteriores.
La guerra, desde la perspectiva del Estado, puede manifestarse como un conflicto interno o civil —es decir, una revolución—, o bien como una conflagración entre Estados. No obstante, no resulta extraño que en una guerra civil participen intereses de otros Estados o de empresas extranjeras. Tal fue el caso de la Revolución de 1910 en México, donde estuvieron presentes los intereses de Washington.
Ahora bien, ¿qué son, en realidad, las revoluciones o las guerras civiles?
Violencia y guerra como condición natural del Estado
“Violencia” y “guerra” son dos palabras políticamente incorrectas, presentes en un entorno de lobos disfrazados de ovejas o de lobos famélicos y sin colmillos. Heráclito, al igual que los propios nahuas, señalaba que la guerra era constitutiva de la existencia y del propio cosmos: sin ella, no hay nada.
No se trata de hacer una apología de la vejación. Existe un uso legítimo de la violencia, como en el caso de la legítima defensa, reconocida en la materia penal, o en el uso proporcional y normado de los dispositivos del Estado. Max Weber define al Estado como el monopolio de la violencia legítima —yo diría, legal—. En efecto, son innegables los abusos cometidos tanto por particulares como por el propio Estado; la vida cotidiana y la historia universal así lo demuestran.
Cabe hacer una digresión en materia legislativa, pues con frecuencia se ha generado una confusión tortuosa entre los conceptos de “vejación” y “violencia”. Tal es el caso de la Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia para el Estado de Veracruz de Ignacio de la Llave. En este ensayo se reconoce el significado plural del término “violencia”, que a menudo se asume como sinónimo de abuso, agresión, maltrato o vejación; sin embargo, ese no es el sentido que aquí se le otorga.
Para los efectos de este ensayo, se recupera el sentido etimológico de “violencia”, proveniente del latín violentia, que remite a fuerza y abundancia. En este sentido, se asume como el uso impetuoso e intencional de la fuerza física o del poder real. De hecho, todo Estado o persona es pacífico precisamente porque es violento; si no lo fuera, sería un Estado fallido o un individuo pusilánime. Por el contrario, cuando actúa de forma incorrecta, se convierte en una tiranía o en un abusivo. Un Estado o una persona que actúan dentro de la legalidad y la legitimidad lo hacen porque su violencia se encuentra canalizada, no porque sean impotentes.
“Guerra” proviene de la raíz germánica werra, que significaba “pelea”, “disputa” o “desorden”. Su sentido estructural remite a la confrontación de opuestos, y no únicamente al conflicto bélico. De ahí que pueda hablarse de una guerra ideológica o económica. En esencia, la guerra es una lucha entre contrarios.
Esto ya lo señaló Heráclito y está presente en la dialéctica hegeliana de la lucha entre tesis y antítesis —aunque en el pensamiento del alemán culmina en una síntesis—, así como también está presente en el yin-yang de la tradición china y en el Atl-Tlachinolli de los mexicas. Luego, la guerra puede entenderse como una tensión entre violencias contrapuestas y complementarias, entre realidades existenciales que, en cierto sentido, están vivas.
Haciendo otra digresión, resulta curioso que en latín “guerra” se diga bellum, término que coincide con bellus, que significa “hermoso”. Para Estados y pueblos de vocación militarista —como la antigua Esparta, Roma, España o Tenochtitlan—, la fusión de estos conceptos dio origen a principios como: “la bella guerra”, “con tu escudo o sobre él”, “en época de paz proliferan los espíritus pusilánimes”, “la paz es la preparación para la guerra”, “que la sangre corra protegiendo al reino” o las llamadas “guerras floridas”.
Desde la perspectiva de Jung, puede pensarse que la violencia y la guerra constituyen la sombra de la humanidad y, por tanto, del Estado, de la sociedad y del individuo. Negarlas es un sinsentido; no regularlas, una insensatez. Por ello, deben ser comprendidas para la integración y la autorregulación, siendo medios necesarios para una vida pujante y digna.
Un Estado sin violencia es una farsa; sólo con ella, un infierno. Todo Estado es producto de su historia, la cual no está exenta de violencia ni de guerras. Podría pensarse que, en el caso de Costa Rica, al no tener ejército y contar con una tradición pacifista, la violencia y la guerra habrían sido extirpadas de su vida nacional. Sin embargo, su defensa militar se encuentra articulada con los intereses de Washington, particularmente en temas relacionados con el narcotráfico. Por lo tanto, la violencia sigue presente, aunque no sea motivo de titulares sensacionalistas ni de nota roja.
Empero, ¿cómo entender al Estado? Es un sistema de instituciones de poder público y, por ello, se opone al derecho privado. Está estructurado por una clase dominante y otra gobernada dentro de un territorio determinado. Sin embargo, el Estado sólo adquiere su plena identidad en relación con otros Estados; mantiene su soberanía y su gobernabilidad mediante el uso legal y legítimo de su poder.
Luego entonces, el Estado es constitutivamente violento, so pena de quedar imposibilitado para ejercer su función. Tanto en su interior como en el ámbito de sus relaciones internacionales, la paz es una ilusión: la violencia y la guerra son la constante histórica, la sombra de la humanidad. No obstante, la guerra no implica necesariamente un conflicto armado, directo ni de proximidad, basta ver la guerra económica entre China y EEUU, o la guerra mental entre el Occidente Colectivo y Rusia en la actualidad.
Las revoluciones civiles: políticas y sociales
La guerra civil, a primera vista, es un conflicto armado interno dentro de un mismo Estado, en el cual dos o más facciones políticas contrarias luchan entre sí por la supremacía del poder, con objetivos específicos. Sin embargo, la historia demuestra que suele haber una tendencia de las potencias exteriores a inmiscuirse en los asuntos internos de otros Estados. Esto ocurre porque en el interior de esos países existen elementos que representan los intereses de otras naciones o de corporaciones extranjeras.
Por ejemplo, la independencia de la América española no puede comprenderse sin la injerencia de las masonerías yorkina y escocesa, tanto inglesa como estadounidense. Del mismo modo, la independencia de las Trece Colonias no se explica sin el financiamiento de la Corona española bajo el reinado de Carlos III.
Entonces, todo indica que muchas —quizá todas— las guerras civiles son, en realidad, guerras de proximidad; al menos en el caso de la América Española y de las Trece Colonias, puede verse con claridad como una confrontación indirecta o guerra de proximidad entre España e Inglaterra. Esto confirma la tesis de que el Estado sólo puede entenderse en relación con otros Estados. Por ello, frente a conflictos de esta naturaleza, cabe preguntarse: en una guerra civil de un determinado Estado, ¿qué intereses externos están realmente en juego?
La guerra civil es un conflicto que, al devenir en revolución, produce un cambio social violento y profundo en las estructuras políticas y socioeconómicas de un país. Empero, ¿se trata de una revolución política o de una revolución social?
La revolución política, en sentido estricto, ocurre cuando nuevas circunstancias económicas y sociales comienzan a transformar la sociedad, mientras las leyes, las instituciones y la clase dominante intentan frenar dichos cambios. En contraste, las revoluciones sociales modifican las relaciones de propiedad y determinan quién controla la riqueza de una nación, mientras que las revoluciones políticas se limitan a transformar el sistema de gobierno, sin alterar sustancialmente las bases económicas.
La farsa de las revoluciones sociales y la legitimidad social
Todo parece indicar que cualquier guerra civil constituye, en esencia, una revolución política o social. Por ejemplo, la Revolución Francesa de 1789 disolvió el Ancien Régime, y las revoluciones liberales transformaron la vida social, económica y política de los Estados y de las sociedades modernas. Se instauró una nueva movilidad social al permitir que las personas del campo migraran a las ciudades; nacen los proletarios, se consolidó la propiedad privada; y se estableció el régimen democrático, provocando la caída del absolutismo monárquico.
Empero, ¿es realmente así? ¿O acaso se trata de un facsímil, de una discusión meramente verbal sustentada en ficciones conceptuales?
La historia universal de la humanidad y del Estado muestra que ambos se constituyen a partir del cambio; sin embargo, este no implica necesariamente una verdadera transformación. La vida política cambia de actores, de formas, de discursos y en apariencias en las relaciones de poder. Existen variaciones que, en cada época y circunstancia, parecen sustanciales, pero en el fondo las relaciones de poder siguen siendo estructurales y asimétricas, aunque en constante mutación, para mantenerse iguales, un genuino gatopardismo. ¿Acaso un cambio jurídico o una mejora económica y social implican, por sí mismos, una transformación estructural?
Resulta obvio que todo Estado, sea imperio o no, tarde o temprano colapsa, es absorbido o desaparece por otro. Tal ha sido el destino de Esparta, Roma, Constantinopla, China, Tenochtitlan, España o el Reino Unido; todos cayeron, y los EEUU se encuentran hoy en franco declive, pues ya no es la potencia unipolar, como sí lo fue en la Segunda Modernidad.
Así, todo Estado es efímero e histórico, dotado de una identidad particular, pero todos comparten de una misma esencia: la violencia estructural. Esta constituye su identidad. Los elementos constitutivos del Estado son: 1). Instituciones de poder público, 2). Clase dominante, 3). Gobernados, 4). Territorio y 5) Respectividad entre Estados.
Resulta evidente que, si falta alguno de estos elementos, no hay Estado. En consecuencia, la estructura estatal es sistémica y soberana, inserta en el concierto internacional. En efecto, el tema de la soberanía es, por sí mismo, es un asunto capital que, por motivos de espacio, será abordado en otra reflexión.
Los procesos sociales y económicos ocurridos entre los siglos XV, XVIII y XIX, y de este periodo a los siglos XX y XXI, evidencian profundas transformaciones demográficas, sociales, económicas y tecnológicas. Estas transiciones dieron lugar a sociedades más teologizadas, mercantilizadas e interconectadas, tanto en su vida interna como en sus vínculos con otros Estados. No obstante, los cinco elementos que constituyen al Estado subsisten, aunque se manifiestan de forma diferenciada en cada época y en cada sociedad.
El hecho de contar o poseer bienes y disfrutar de una mejor calidad de vida no constituye evidencia de que una sociedad o un Estado estén estructuralmente mejor que en una etapa esclavista o absolutista, aunque parece que sí. Lo único que se demuestra es un mayor control gubernamental y una condición de estabilidad política más consolidada, mediante un mayor poder adquisitivo, aunque puede ser producto de una burbuja especulativa y un problema de cartera vencida. —Sin omitir que en la antigüedad hubo esclavos como poder y riqueza tal fue el caso de Zoilo, siendo liberto por orden de Augusto, influyó de forma decidida en Afrodisias, en la antigua Roma; y en la actualidad hay personas en condiciones dolosamente precarias, como un esclavo marginal del siglo XIII—.
Como dato curioso, en las llamadas monarquías absolutistas de Occidente, para morir o nacer bastaba simplemente con fenecer o ser parido; en algunos casos, se requería un andamiaje religioso. En cambio, en la actualidad, la muerte o el nacimiento son algo más que un hecho fáctico: implican procesos médicos, jurídicos, administrativos complejos y tortuosos —sin omitir los aspectos religiosos, según el caso—. Es decir, en el siglo XXI el Estado tiene un rango de acción mucho más amplio que en el siglo XVI. Hay más Estado que antaño. La expansión del poder estatal es evidente en ámbitos como la educación, la hacienda pública y privada, la fiscalización y la seguridad. En este sentido, el Estado contemporáneo puede considerarse más absolutista que las viejas monarquías, sin que ello signifique negar que muchas de ellas aún perviven, basta recordad los reinos de España y Reino Unido, aunque se asuman como monarquías parlamentarias, disque demócratas.
Son innegables los cambios de régimen, así como las mejoras en los derechos sociales y económicos en los Estados, e incluso ciertos periodos de bienestar, justicia social y desarrollo económico. Ejemplo de ello fue el llamado Milagro mexicano (1940-1970) o los años de bonanza de la posguerra en EEUU. En estos casos —como en muchos otros—, los reclamos sociales se incorporaron a las políticas públicas y a las legislaciones, tal como ocurrió con la Constitución de 1917 en México, que introdujo y reconoció los derechos sociales. Con ello, el régimen en turno adquirió legitimidad; sin embargo, no se trató de una revolución social, sino de la legitimación de una revolución política que retomó reivindicaciones sociales. En consecuencia, no hay más Estado que el de siempre, ni más humanos que los de toda la vida.
Al interior del Estado y en el concierto de sus relaciones internacionales, la paz es una ilusión: la violencia y la guerra constituyen la constante histórica. El Estado, como sistema de instituciones de poder público, se estructura en torno a una clase dominante y una gobernada, asentadas en un territorio determinado. Es tal en relación con otros Estados, y mantiene su soberanía y gobernabilidad mediante el uso legal del poder, lo cual es, en esencia, constitutivamente violento; de no serlo, estaría imposibilitado para ejercer su función.
Algunas conclusiones:
1. Hoy se vive en un Estado más omnisciente y con una mayor ubicuidad permanente. Por lo tanto, las revoluciones políticas no han debilitado al Estado, sino que han afianzado su poder y el de la clase dominante. Aunque los miembros de esa clase no son siempre los mismos, persisten dinastías nacionales y globales; basta revisar el directorio de la gigabanca para comprobarlo.
2. No se trata de adoptar una perspectiva fatalista sobre el Estado, sino de asumir una mirada realista que dé cuenta de la naturaleza humana y estatal, la cual se constituye por la violencia, aunque no únicamente por ella.
3. Hoy es tiempo de hacer de la política un camino para todos, reconociendo no sólo las buenas intenciones, sino también los intereses reales; luchando por una mejor condición de vida y excluyendo la vejación, el maltrato y todo acto discriminatorio. Ello exige reconocer cuán violenta es la vida y que esta debe enmarcarse en la búsqueda de la sobrevivencia y el libre desarrollo de la persona, esto es integrar la sombra que baña a la humanidad.
4. Quizá los mexicas tenían razón con su Atl-Tlachinolli; quizá ha llegado el momento de reconocernos como agua que quema, como esa dualidad que destruye y fecunda, que arrasa y da vida. En fin… ¿usted qué piensa?