Fragilidad, robustez y antifragilidad
23 de Noviembre de 2025
Luis Adalberto Maury Cruz
FALANGES: Fragilidad, robustez y antifragilidad
Luis Adalberto Maury Cruz
lmaury_cruz@hotmail.com
Introducción
Si se logra la paz interior y una vida equilibrada entonces hay adaptación al medio y una transformación funcional del individuo, repercutiendo en el entorno. Esta paz y equilibrio, no es una condición permanente, ni monolítica, ni exenta de conflictos y problemas, por ello, es comprendida como una tendencia de mantener la ecuanimidad en condiciones reales de una vida que se desenvuelve entre tendencias epocales, malestares culturales, inercias personales; en suma, en circunstancias y situaciones reales que simultáneamente se padecen y dan posibilidades de crecimiento.
Empero, ¿cuáles son los malestares culturales de esta Tercera Modernidad que roban la paz y el equilibrio?, ¿cómo enfrentar estos malestares culturales?
Los malestares culturales en esta Tercera Modernidad
La Tercera Modernidad —caracterizada por choques de civilizaciones, por una globalización intensificada, la hiperconectividad tecnológica y con los efectos del modelo civilizatorio de la América Global ya en declive — ha heredado/producido una constelación de malestares culturales. El neoliberalismo tardío, conjugado con la cultura woke con su hiperindividualismo, ha configurado un caldo de cultivo dónde proliferan condiciones psicológicas como: el estrés, la depresión y la ansiedad, son una “pandemia de baja intensidad”, son los malestares culturales de la época.
Paradójicamente, los malestares culturales sostienen a la industria, a lafarmacéutica, la psiquiatría, la psicología y la psicoterapia, en tanto que la salud se torna en un nicho de mercado, no en un derecho humano; también, esta pandemia muestra una crisis profunda en los modos contemporáneos de habitar el mundo y la propia existencia.
El consumismo —como práctica económica y matriz antropológica— opera como respuesta paliativa ante vacíos existenciales, en las sociedades hiperindividualistas, el problema existencial empeora. Los individuos “líquidos” —descritos por Zygmunt Bauman— padecen vínculos volátiles, identidades inestables y un horizonte temporal, donde el deseo se agota inmediatamente en el acto mismo de consumir. Por su parte,—Byung-Chul Han— describe el individuo como un “sujeto del rendimiento”, exhausto por la autoexigencia constante, la optimización interminable y la saturación de estímulos procedentes de tecnologías y redes sociales. Estos individuos líquidos y cansados tienen un elemento en común: el hiperindividualismo; el cual, simultáneamente, es el malestar raíz de esta pandemia de baja intensidad.
En este marco, emergen prácticas centradas en la autopercepción, la vulnerabilidad y el exhibicionismo. La consigna “exprésate tal como eres” se convierte en mandato cultural, en una forma de autoexposición que se confunde con autenticidad. Esta exhibición recurrente —potenciada por la lógica algorítmica que premia la visibilidad y el reconocimiento inmediato— produce nuevas formas de dependencia emocional y una baja tolerancia a la frustración. El “me gusta” como unidad mínima de aceptación social convierte al individuo en un ser que necesita ser validado para su existir.
Paradójicamente, el énfasis en la vulnerabilidad no fortalece al individuo ni genera comunidades más empáticas; en cambio, puede consolidar un individuo frágil, temeroso del desacuerdo y proclive al victimismo. La censura, el señalamiento moral y la demanda de protección simbólica sustituyen a la autoaceptación crítica y al diálogo racional. La autenticidad se diluye en performatividades destinadas a satisfacer expectativas ajenas o de grupos primarios, lo que termina por profundizar la sensación de desarraigo y malestar.
Así, la falta de una relación funcional consigo mismo y con los otros deriva en sociedades más líquidas, más cansadas y más desconectadas de sí mismas. Género, sexualidad, amistad y desarrollo personal se vuelven productos, accesibles en espacios de consumo disfrazados de emancipación, son mercancías que prometen plenitud inmediata pero que no construyen sentido duradero.
Así, ¿la centralidad que hoy se otorga a la vulnerabilidad resulta más dañina que sanadora? La pregunta no es menor: en un mundo que se liquefacciona.
El binomio vulnerabilidad / invulnerabilidad
El binomio vulnerabilidad/invulnerabilidad remite, al menos, a cuatro dimensiones constitutivas de la existencia humana: la fisiológica, la económica, la intelectual y la emocional. Estas dimensiones no operan de manera aislada; se encuentran entrelazadas y co-determinadas, aunque no necesariamente en equilibrio. De ahí que la vulnerabilidad —y, por contraste, la invulnerabilidad— deban comprenderse como un fenómeno esencialmente multidimensional.
Los efectos contemporáneos del estrés, la depresión y la ansiedad ilustran con claridad la interdependencia de las dimensiones. Tales afecciones se manifiestan en disforias corporales, tensiones fisiológicas persistentes, insolvencias o fragilidades financieras, sesgos cognitivos, autodesprecio y deterioro afectivo. No resulta extraño que un individuo o una comunidad experimente un desgaste simultáneo en varias de estas esferas, lo que confirma que los malestares culturales requieren un abordaje integral.
Tal abordaje debe reconocer los aspectos vulnerados, vulnerables e invulnerables de la persona, así como la necesidad de priorizar ciertas dimensiones según la especificidad del caso.
Es evidente que la vulnerabilidad no se agota en lo corporal o lo económico, así mismo supone lo intelectual y lo emocional. Sin embargo, si no están integradas y armonizadas no hay vida equilibrada. Para alcanzar esta armonía resulta imprescindible reconocer también el “lado fuerte” que toda persona posee. Ese lado fuerte constituye la base de la invulnerabilidad, entendida no como indestructibilidad o inmortalidad, sino como: robustez y antifragilidad.
La invulnerabilidad es lo opuesto y lo complementario de la vulnerabilidad. Remite a la capacidad de resistir, de inmunizarse parcialmente y, en su forma superior, delfortalecerse es la antifragilidad. Existen individuos y comunidades que no sólo soportan el impacto de adversidades, sino que se rehacen y crecen a partir de él. Con todo, nadie es plenamente invulnerable ni enteramente vulnerable: la condición humana, marcada por la mortalidad, hace posible ambos extremos. Cada época y cada circunstancia concreta modulan estas polaridades.
La vulneración —el hecho de encontrarse roto o herido— depende siempre de condiciones particulares de tiempo, modo y lugar. Esta vulneración describe los efectos reales o asumidos de una acción o un acontecimiento que deteriora cualquiera de las cuatro dimensiones citadas. Actualmente, buena parte de estas vulneraciones están vinculada a los malestares culturales propios de sociedades occidentales en esta Tercera Modernidad.
La experiencia de vulneración se vive siempre en presente. Una herida causada en el pasado puede seguir produciendo dolor o sufrimiento hoy —como ocurre con la depresión—, lo que revela su actualización permanente. Asimismo, puede sufrirse por lo que se anticipa que ocurrirá o por lo que se imagina que podría ocurrir —ansiedad—. Aunque estos fenómenos se anclan en distintos tiempos psicológicos, todos se experimentan en el ahora: todo dolor, toda angustia y todo sufrimiento son presencias.
Cuando un recuerdo produce sufrimiento, hay vulneración; si no lo produce, se trata de una cicatriz, no de una herida. Existen eventos reprimidos o incomprendidos que, al ser resignificados, generan dolor repentino —como ocurre ante el descubrimiento de un secreto o la reconstrucción imaginaria de un pasado doloroso—. También esto sucede en presente. En consecuencia, aunque el origen fáctico del daño pueda situarse en el pasado, su vivencia es siempre actual.
El victimismo
Hacer del recuerdo de una vulneración —algo que generó dolor o sufrimiento pero que ya no lo produce— un medio para obtener ganancias, —del tipo que sea—, es victimismo; una suerte de pasividad agresiva, de chantaje emocional, es un perpetrador disfrazado de víctima.
El victimismo es el chantaje propio de la Tercera Modernidad en Occidente, un ejercicio de poder sutil que inmoviliza a su víctima haciéndolo pasar como verdugo. Esto es evidente en el asumir como víctima a un grupo, colectivo o individuo cuando nunca ha padecido tal vejación, es queja sin legitimidad, un culpar a la contraparte actual de situaciones ya idas, fuera de época y contexto; es un decir: “mi género o mi raza no ha tenido los mismos derechos que tú”; “las mujeres no podían votar, ni estudiar, ni ejercer cargos públicos y por eso me manifiesto y reclamo”. Esto fue verdad, pero quien reclama nunca lo padeció, hoy se culpa a personas del presente por los hechos no imputables a ellas. Esta quimera descansa sobre la violación al postulado: “Las penas no son trascendentes”, el victimismo viola este principio, pues juzga a inocentes por culpables.
Aunque las actitudes victimistas han existido siempre, hoy encuentran un amplificador poderoso en las redes sociales. En estos espacios proliferan acusaciones infundadas, campañas de difamación, denuncias falsas y linchamientos digitales que pueden causar daño moral, patrimonial y suicidios.
En muchos casos, el victimismo se convierte en un método para obtener privilegios, atención, inmunidad social o ventajas políticas. Para algunos actores, incluso, se constituye como un modus vivendi que permea tanto la vida social como el diseño de políticas públicas.
Sus efectos son corrosivos: fragmenta el tejido social, exacerba la polarización, dificulta el diálogo racional entre posiciones distintas y desvía la atención de problemas reales que requieren respuestas colectivas. El victimismo, por tanto, amenaza la convivencia al sustituir el reconocimiento mutuo por la sospecha, la culpa y la reivindicación emocional permanente.
La pregunta es inevitable: ¿hemos identificado formas de victimismo en ciertos colectivos, discursos o políticas contemporáneas? Y más aún: ¿cómo puede una personaenfrentar estas dinámicas sin negar las injusticias reales del pasado ni las vulneraciones auténticas del presente?
La vulnerabilidad como fragilidad
La fragilidad, cuando no es comprendida de manera adecuada, puede producir una disminución en cualquiera de las cuatro dimensiones, previamente señaladas, e incluso afectar a varias de ellas simultáneamente.
Una fragilidad no reconocida incrementa los riesgos y expone al individuo a daños innecesarios o evitables. En este sentido, el diagnóstico y el manejo estratégico de la vulnerabilidad personal no tienen como finalidad inmediata generar robustez o antifragilidad, sino ofrecer un marco de protección frente a los embates de las circunstancias y del contexto actual.
Reconocerse vulnerable implica aceptar que existen zonas frágiles en la propia constitución, aspectos que pueden fracturarse ante determinadas presiones debido a una limitada o nula capacidad de adaptación a situaciones críticas. Son puntos de quiebre estructurales, donde la persona, por factores fisiológicos, económicos, intelectuales o afectivos, no puede fortalecerse por la vía de la experiencia. Precisamente por ello, suelen encubrirse mediante máscaras que buscan proteger dichas zonas sensibles. Exponerlas puede generar dolor o sufrimiento, pues al revelar esos puntos débiles se corre el riesgo de reactivar heridas antiguas o de abrir nuevas fisuras, quedando expuesto a los embates del otro y del mundo.
La fragilidad, entonces, constituye el conjunto de puntos débiles de toda persona en situaciones concretas, son umbrales de tolerancia que, al ser sobrepasados, conducen a quiebras temporales o duraderas. Su función no es fortalecer, sino advertir y proteger. Por ello, suele operar como un llamado a la prudencia: orienta a la persona hacia estrategias de cuidado, de contención y de delimitación, procura que la autoprotección necesaria para evitar que la vulneración se convierta en deterioro permanente.
La fragilidad es un recordatorio de la finitud. Señala que la existencia humana no es todopoderosa ni completamente moldeable: hay límites inmodificables que requieren ser aceptados, así como zonas susceptibles de mejorarse. En ese reconocimiento, se halla la posibilidad de una vida con mayor lucidez, mesura, autoconocimiento y crecimiento.
La invulnerabilidad como robustez y antifragilidad
La robustez remite a lo fuerte, vigoroso y firme. Una persona robusta —en sentido físico— es aquella dotada de fuerza, estabilidad y resistencia; y, por analogía, puede hablarse también de robustez intelectual, emocional o económica. Sin embargo, esta condición nunca es absoluta: es siempre relativa a un tiempo, a un contexto y a una circunstancia concreta. Toda robustez es situada.
La robustez inconsciente puede derivar en daños a terceros. Quien desconoce la magnitud de su propia fuerza puede ejercerla de manera excesiva, hiriendo sin intención. El reconocimiento de esta fuerza —de sus límites y de su impacto— permite un uso prudente, moderado y perspicaz. La robustez no elimina la vulnerabilidad; pero, cuando se ejerce con conciencia, incrementa la invulnerabilidad del individuo. Comprenderla implica reconocer esa “parte de acero” que se posee: una mezcla de dureza y flexibilidad anclada en la realidad situada, en la consciencia de que, pese a su solidez, también puede quebrarse, e igualmente producir daño en otros. La robustez, en última instancia, es una forma de mortalidad asumida: fuerte, pero finita.
La antifragilidad, en cambio, va más allá de la robustez. No se limita a resistir las dificultades o los malestares culturales de la Tercera Modernidad: los utiliza como alimento. La persona robusta soporta el golpe y permanece igual; la persona antifrágil se transforma, crece y mejora. No es la condición del cristal —que se rompe— ni la del acero —que resiste—, sino la de la Hidra de Lerna: la capacidad de regenerarse y salir fortalecida desde la crisis, la entropía y el caos.
No obstante, la antifragilidad no equivale a la inmortalidad. Aunque quien desarrolla esta cualidad puede llegar a experimentar una sensación ilusoria de ilimitación, corre el riesgo de confundir la expansión de sus capacidades con una supuesta invencibilidad.
Cuando se sobrevalora lo antifrágil, surge un ego desproporcionado que olvida los límites humanos. Toda Hidra encuentra su Hércules; y, aun así, todo Hércules regresa finalmente al polvo cósmico. Incluso la antifragilidad tiene su frontera.
Comprender la propia antifragilidad permite aprovechar ese potencial latente para sacar provecho de situaciones críticas y de la inevitable incertidumbre existencial. Esto implica aprender del dolor, del sufrimiento, de la pérdida, de la inestabilidad fisiológica, económica, intelectual o emocional, y del desequilibrio entre estas dimensiones. La antifragilidad no niega la adversidad; la transforma en alimento.
Hoy, ante la desestabilización existencial constante que produce la Tercera Modernidad, la tarea es beneficiarse del desorden: hacer de la necesidad virtud. Ser capaz de nutrirse de errores, fracturas, quiebras y crisis, no como gesto heroico, sino como estrategia de supervivencia lúcida, ante los maleares culturales. La antifragilidad consiste en progresar en medio del caos, superponerse a él y convertirlo en plataforma de crecimiento.
La mortalidad y unas gotas de estoicismo
La mortalidad es una condición existencial de la humanidad; implica el reconocimiento de la finitud y de la falibilidad. Recordar que nuestra vida y nuestra acción tienen un límite permite comprender que el error permanece siempre latente en la experiencia cotidiana.
El estoicismo, con su memento mori, imprime en la conciencia la idea que el instante es real y efímero; que el mañana es incierto y el hoy constituye el único tiempo plenamente accesible. Exige una mirada serena hacia el mundo y hacia nosotros mismos. En este sentido, observar los malestares culturales desde la óptica estoica permite comprender serenamente y ver posibilidades de crecimiento.
Esa contemplación lúcida integra el binomio conceptual aquí propuesto: 1. La vulnerabilidad, entendida como fragilidad que requiere protección y cuidado, y 2. La invulnerabilidad: la robustez, como calibración responsable de la propia potencia y la antifragilidad, como la capacidad para enfrentar la adversidad y abrazar el caos sin desfigurarse en él.
El estoicismo conlleva a comprender y diferenciar en el binomio vulnerabilidad/invulnerabilidad aquellos aspectos propios del individuo que están en sus manos transformar y los que no dependen de él. Esta comprensión es fuente de paz interior
Algunas conclusiones
1. El estrés, la depresión y la ansiedad son los malestares culturales de la Tercera Modernidad son una “pandemia de baja intensidad”, derivada del hiperindividualismo.
2. El victimismo es la inversión del orden, convierte a la víctima en victimario, usa lafragilidad como arma, engendra una venganza desproporcionada. El victimista deviene en perpetrador.
3. Enfrentar los malestares contemporáneos supone comprender la vulnerabilidad y la invulnerabilidad como co-elementos constitutivos de la existencia humana. De poco sirve saberse frágil sin procurarse cuidado; de poca utilidad es ser robusto si no se mide la propia fuerza; y nada aporta la antifragilidad, si genera un monstruo incapaz de reconocer límites.
4. La vulnerabilidad es fragilidad. La invulnerabilidad es robustez y antifragilidad. La consciencia del binomio vulnerabilidad/invulnerabilidad es, a la vez, reconocimiento de la mortalidad, su integración es armonía entre la dimensión fisiológica, económica, intelectual y emocional.
5. Cultivar este binomio proporciona estabilidad y constituye una condición necesaria para la paz interior. Reconocer únicamente la vulnerabilidad o sólo la invulnerabilidad es caer en defectos simétricos: el primero por carencia, el segundo por exceso. El equilibrio entre ambos es la auténtica integración de opuestos.
6. Comprender el binomio desde el estoicismo, supone que se reconozcan los elementos, aspectos o factores endógenos y exógenos del crecimiento personal. Integrar el binomio desde el estoicismo permite enfrentar los malestares culturales de esta Tercera Modernidad.
7. En fin, ¿usted qué piensa?…



