FALANGES
Luis Adalberto Maury Cruz

Estado, gobierno y crisis

16 de Noviembre de 2025

Luis Adalberto Maury Cruz


FALANGES: Estado, gobierno y crisis

Luis Adalberto Maury Cruz
lmaury_cruz@hotmail.com

El Estado y el gobierno constituyen una realidad dinámica, compleja, multidimensional, fáctica e histórica, articulada en un entramado jurídico, financiero, económico, tecnológico, político y cultural, inserto en relaciones internacionales. Sus problemas son tanto internos como externos, y con frecuencia se interconectan. La crisis de la estatalidad es mayor en Occidente, no así en Asia.

La crisis del Estado se inscribe en una Tercera Modernidad, donde los Estados y los modelos políticos de cuño liberal se encuentran crisis. Así, cabe preguntar: ¿cómo entender la crisis del Estado y del gobierno en esta nueva época?

El desdibujamiento de la izquierda y de la derecha

En esta Tercera Modernidad, el Estado, el régimen y el gobierno se precian de ser democráticos; sin embargo, lejos de constituir una realidad y un concepto claros, la democracia se ha vuelto una entidad difusa y un término vago. Aún peor ocurre con las nociones de “izquierda” y “derecha”, conceptos que, en lugar de expresar teorías políticas sólidas, funcionan más como instrumentos de propaganda.

Lo woke, o el progresismo que se autodenomina de izquierda, es —desde esta perspectiva— la política cultural de la América Global: el neoliberalismo del Partido Demócrata estadounidense, financiado por la gigabanca, fondos de inversión como BlackRock y ONG como Open Society Foundations. Esta alianza ideológica se institucionalizó globalmente mediante el Foro Económico Mundial a través de la Agenda 2030, posteriormente transferida a la ONU y, desde ahí, implementada en los Estados sin consulta democrática.

Por otro lado, la noción de “derecha”, en Occidente y particularmente en Iberoamérica, suele asumirse como algo retrógrado o fanático; en Estados Unidos, incluso, se utiliza como sinónimo de trumpismo. En ambos casos los términos son empleados no sólo con un sentido valorativo, sino con un matiz claramente despectivo.

Es falaz considerar que lo woke y la Agenda 2030 pertenecen a la izquierda, aunque así se presenten. ¿Por qué esa insistencia en proclamarse “de izquierda”, “despiertos” o “progresistas”, cuando son producto del sistema financiero estadounidense y remiten a las alas globalistas del Deep State de Estados Unidos y del llamado Occidente Colectivo? Por ello, lo woke no constituye un movimiento revolucionario; es, en un sentido profundo, una extensión de la derecha financiera global. En suma, asumir lo woke o el trumpismo implica aceptar la férula —demócrata o republicana— como modelo político y devenir, en última instancia, en apátrida.

El wokismo surge en Occidente como una radicalización del individualismo derivado del neoliberalismo estadounidense, heredero del liberalismo cultural. Reduce a la persona a su autopercepción —una suerte de “infancia tardía”— y a la comunidad a colectivos revestidos de inclusión forzada. Por su parte, MAGA y el trumpismo representan, en gran medida, la expresión contemporánea del conservadurismo estadounidense.

El wokismo

El wokismo contradice aquello que otorgó hegemonía e identidad cultural y espiritual a las potencias occidentales —de la España del siglo XVI a los Estados Unidos del siglo XX—, al erosionar los cimientos culturales de sus Estados y sociedades mediante la descalificación sistemática de los sistemas de valores de todo aquello que no es “progre”.

El sustrato cultural fue atacado a través de narrativas mediáticas globales y políticas autodestructivas que rompieron con la identidad tradicional del Occidente Colectivo, dando lugar a una sociedad líquida y cansada, habitada por individuos frenéticos ante la inmediatez, el consumismo y un hedonismo pueril.

Ello desembocó en un aumento de padecimientos mentales y emocionales. Es evidente: quien niega sus raíces —culturales o biológicas— se condena al desarraigo, a la crisis de identidad y a la orfandad existencial. El wokismo es el malestar de Occidente: la política cultural de la neoliberal América Global.

Soberanismos vs globalismo

La izquierda en Estados Unidos, España, México y Venezuela no posee el mismo significado; sin embargo, en los tres primeros países predomina mediáticamente lo woke —a través de los medios masivos de comunicación y las plataformas digitales—, y todos presentan subordinación al patrón dólar.

Este patrón depende de la gigabanca, del sistema SWIFT y de la Reserva Federal, entidades de naturaleza privada. Esa “izquierda” se funda en la plutocracia global y en la propiedad privada del sistema financiero internacional. Esto constituye el globalismo financiero: la América Global.

Lo opuesto al globalismo en Estados Unidos es la perspectiva republicana y el movimiento MAGA de Trump, culturalmente asociado a los blancos anglosajones protestantes, que han establecido alianzas electorales con mexicanos, latinos y afroamericanos que rechazan la ideología woke y el activismo identitario. Esto facilitó el segundo periodo de Trump. Los demócratas perdieron apoyo porque atacaron la identidad cultural, familiar e individual de personas con cosmovisiones tradicionales.
Para 2025, Trump perdió procesos electorales en diversos Estados de la Unión Americana, no por razones culturales, sino económicas. Es previsible que estos resultados no solucionen el problema de gobernabilidad en Washington; por el contrario, es probable que se radicalicen los conflictos internos en el gobierno de Trump, en el núcleo del Deep State estadounidense y en el propio tejido social.

Lo sensato es reconocer la vaguedad del binomio arcaico “izquierda/derecha”. En política, es necesario ser ambidiestro. Observar si los Estados se orientan hacia tendencias soberanistas o globalistas es crucial para comprender los conflictos del régimen y del gobierno.

El soberanismo no es uniforme; implica pluralidad y una apuesta por la soberanía política, financiera, alimentaria, tecnológica y cultural. En cambio, el globalismo es el modelo de la América Global: un proyecto unipolar, neoliberal y totalizador que homogeniza al mundo bajo la lógica de la Agenda 2030, el Foro Económico Mundial, la gigabanca occidental, el sistema SWIFT y el patrón dólar.

La América Global es sólo una visión del mundo; ni siquiera todos los demócratas estadounidenses la comparten. Es la Soroscracia: la tendencia global del poder financiero representado por BlackRock y por Open Society Foundations. Se trata de una facción del Deep State global, con presencia planetaria.

Tanto el soberanismo como el globalismo pueden producir gobiernos eficientes o fallidos. Lo cierto es que, en esta Tercera Modernidad, la unipolaridad de la América Global se ha diluido. Estados Unidos perdió la “guerra de los chips” frente a China y continúa perdiendo la guerra multidimensional contra Rusia en Ucrania.

El avance ruso en inteligencia artificial militar, misiles y drones hipersónicos, propulsión nuclear, así como sus proyectos hacia la Luna y Marte, evidencian el desfase tecnológico estadounidense y del Occidente Colectivo —algo señalado por Londres y el Pentágono—. Ese desfase marca el ocaso de quinientos años de dominio occidental.

El Olimpo geopolítico

En el escenario internacional se libra una guerra multidimensional en el “Olimpo geopolítico”, donde participan Rusia, China y Estados Unidos; junto a ellas, potencias regionales como India, Corea del Norte, Irán y Brasil, además del grupo BRICS+, que conforman un nuevo Sur Global.

Estados Unidos es una potencia en declive. Las potencias europeas atraviesan inestabilidad creciente, con gobiernos globalistas deslegitimados y un proceso de desindustrialización. Distinto es el caso de Turquía y Hungría, que, aun siendo aliancistas, actúan conforme a sus propios intereses y no bajo la égida de Washington, Bruselas o Moscú.

Hoy se libra una guerra multidimensional —militar, tecnológica, comercial, financiera y cultural— que incluso trasciende el planeta al extenderse al espacio exterior. Estas transformaciones son mayores que la conquista e invención de América en el siglo XVI.

Las potencias globales actuales son regímenes soberanistas. La administración Trump busca mantener su visión de MAGA. En contraste, la Unión Europea está conformada por regímenes globalistas.

The Economist reconoció desde 2020 el fin de la América Global tras el colapso de las cadenas de suministro y la pandemia de Covid-19. En realidad, la caída comenzó en 2008 con la crisis financiera global y la quiebra de Lehman Brothers. La América Global se sostuvo porque Estados Unidos era una potencia nuclear que mantenía la unipolaridad de su sistema financiero y la hegemonía del patrón dólar, ambos hoy erosionados.

La persistencia del globalismo

Es ilusorio suponer que la tendencia de la América Global desaparecerá, pero también lo es pensar que permanecerá intacta. La unipolaridad estadounidense ha terminado y el país atraviesa una guerra civil no declarada: una guerra multidimensional, cultural y mental cuyo campo de batalla es la mente y el lenguaje.

El choque de visiones en Estados Unidos es la colisión entre lo woke y el trumpismo en lo político, económico y cultural. Las políticas de Trump y del Partido Republicano se distanciaron de la Agenda 2030, mientras que las de Biden y los demócratas se acercaron a ella. En ambos casos hubo medidas proteccionistas que rompieron con el modelo neoliberal. Esto evidencia el fracaso del neoliberalismo tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea, pues fracturó el libre comercio al imponer aranceles y sanciones a países considerados amenazas, especialmente Rusia.

El Estado no está en función del globalismo o del soberanismo; quienes responden a estas orientaciones son el régimen y el gobierno. El gobierno se evalúa por su eficiencia: su capacidad para generar estabilidad social y desarrollo económico, lo cual supone respeto al Estado de derecho y gobernabilidad. Esa estabilidad debe existir tanto en la élite como en el Deep State.

Cuando no existe equilibrio entre los intereses de la élite y los de los gobernados, surge el descontento social y el malestar en las élites, generando un terreno propicio para la confrontación social, la desobediencia civil, la ingobernabilidad e incluso la revolución política o los golpes de Estado.

Ésta es la estructura violenta del Estado y de la condición humana, aunque los sicofantes lo nieguen mientras ejercen violencia pasiva, victimismo, intolerancia, censura o criminalidad disfrazada de inclusión o defensa de derechos humanos.
El Estado no puede ser distinto de la naturaleza humana; por ello, tampoco a la persona le es ajena la pulsión de poder. Esto no debe interpretarse como resignación, sino como un diagnóstico para actuar desde la adultez cívica, no desde la ingenuidad política.

La crisis del régimen y del gobierno

La crisis del Estado puede derivar de la insuficiencia del régimen o del gobierno en turno. Esa insuficiencia proviene del agotamiento del régimen o de la incompetencia gubernamental. En esta Tercera Modernidad, ambos se inscriben en la dicotomía soberanismo-globalismo. Considerar esta dicotomía como “falsa conciencia” es un error: no porque carezca de elementos ideológicos, sino porque es un sistema diseñado para garantizar intereses reales que abarca todos los ámbitos del Estado, la sociedad y el individuo.

El soberanismo es plural y diverso: Rusia y China, por ejemplo, apuestan por sus tradiciones —muy distintas entre sí— y por modelos de gobierno profundamente diferentes. Por ello, el soberanismo es pluricultural y tiene como denominador común la defensa de las soberanías nacionales. En cambio, la América Global busca la homogeneidad cultural, económica, financiera, monetaria, legal y política bajo la égida de Washington.

Las “revoluciones de colores”, aun impulsadas desde la Soroscracia —como la Primavera Árabe o el Euromaidán en Ucrania—, así como los recientes descontentos sociales y el descrédito de los gobiernos progresistas de España, Francia y Alemania, muestran que la crisis del régimen y del gobierno no depende de la filiación ideológica, sino de la estabilidad del Deep State y de la legitimidad política frente a la sociedad. En esta ecuación, la corrupción desempeña un papel menor que su percepción: importa más la narrativa interiorizada que los hechos mismos.

Esto constituye el terreno de la guerra mental, según la doctrina rusa, o de la guerra cognitiva para la OTAN. Es algo más que propaganda: un sistema de acciones destinado a destruir moral, emocional o simbólicamente al adversario en un contexto de confrontación estratégica. Busca influir en los procesos cognitivos y en el comportamiento de individuos y sociedades para desestabilizar o derrocar al oponente.

En síntesis, la guerra mental consiste en producir sesgos cognitivos, moldear “hombres masa” y generar comportamientos de rebaño con fines estratégicos. Todo lo demás es política ficción.

La guerra mental, la confirmación y la revocación de mandato

Las democracias modernas son espacios de disputa entre facciones mediante narrativas. Constituyen el terreno principal de la guerra mental: la confirmación o la revocación de mandato es el vector resultante del choque entre narrativas. No vence la mejor, sino la más eficiente: aquella que articula con mayor estrategia los intereses reales y las ficciones políticas en pugna.

No se trata de negar la democracia, sino de reconocerla como una forma de encuentro y choque de fuerzas e intereses: un conflicto que moldea al Estado, a la sociedad y al individuo. La democracia es lucha, conflicto y violencia estructural: un reflejo de la naturaleza humana. La democracia no es más que otro nombre para encubrir el amor por el juego de poder.

A diferencia de épocas anteriores, esta guerra mental se desarrolla en el contexto de la revolución informática, la inteligencia artificial, las neurociencias y las ciencias de la conducta. Es un campo de naturaleza militar, aunque no sea evidente a simple vista. En esta Tercera Modernidad, como en las anteriores, la supremacía tecnológica determina la hegemonía geopolítica, y ésta sólo es posible mediante soberanía epistémica: el desarrollo de saberes teóricos y tecnológicos propios, así como la incorporación estratégica del conocimiento externo.

La guerra mental tiene dos flancos: uno interno, relativo a la política doméstica, y otro externo, vinculado a las relaciones internacionales. Ignorarlos genera condiciones propicias para la ingobernabilidad.

La confirmación y la revocación de mandato son el resultado de la interacción entre fuerzas políticas y poderes económico-financieros. Constituyen escenarios de guerra mental de nueva generación. El campo de batalla es la mente de los gobernados: el proceso de consulta son las escaramuzas; el día de la votación, la batalla decisiva. Controlar la narrativa es controlar mentes y conductas: es producir masa.

La confirmación implica el reconocimiento de la legitimidad del gobierno y del régimen, fortaleciendo la gobernabilidad cuando la aprobación es mayoritaria. La oposición suele interpretar esto como una “elección de Estado”. Tal fue el caso del presidente López Obrador en México, cuya legitimidad se consolidó aún más durante su administración. Su narrativa sintetizó el sentir popular, las demandas sociales y el hartazgo político.

La revocación de mandato, en cambio, confirma la pérdida de legitimidad del gobierno y/o del régimen, incrementando la ingobernabilidad. Cuando ocurre en un contexto polarizado y con un margen mínimo de victoria, la inestabilidad del Estado se intensifica. Esto es aún más crítico cuando lo que está en riesgo es el régimen político mismo y con ello la seguridad existencial del Estado. Tal fue el caso de Ucrania durante el Euromaidán. Fue, en esencia, una revocación del gobierno y del régimen prorruso.

La revocación de un gobierno no siempre implica la del régimen. Un ejemplo es la renuncia del presidente mexicano Pascual Ortiz Rubio, que dio paso al gobierno de Abelardo L. Rodríguez sin alterar el régimen del Maximato. Esto muestra que incluso dentro del mismo grupo hegemónico existen coincidencias y divergencias entre facciones del Deep State.

El derecho a la confirmación y a la revocación de mandato

El Estado democrático de derecho supone procesos electorales regulares, cultura democrática, legalidad, participación ciudadana, transparencia y rendición de cuentas; pero también exige reconocer sus sombras: élites, Deep State, intereses reales en pugna y guerra mental.

¿Quién desea un gobierno corrupto o inútil? Nadie, salvo quienes se benefician de él. Por ello, los gobernados tienen derecho a la confirmación o a la revocación de mandato, pues el gobierno existe en función de su población. Sin embargo, su ejercicio conlleva un costo de oportunidad que puede resultar muy alto. El caso ucraniano es ilustrativo: derivó en la pérdida de Crimea, en la operación militar especial rusa y en la anexión de territorios.

El derecho a la confirmación y a la revocación se inscribe en una guerra mental con sus dos flancos —interno y externo—, lo que revela la gravedad de estos derechos políticos: su ejercicio puede poner en riesgo la existencia misma del Estado.

Las entrañas del poder estatal

En esta guerra mental, los adversarios saben que la corrupción más profunda nace tanto del odio como de la necesidad de seguridad, pertenencia y dirección. Con este brebaje, las personas se vuelven moldeables. Cuando los odios y las carencias se convierten en urgencia, los principios se soslayan: la narrativa moldea conductas y pensamientos. Éste es el poder real de las narrativas.

Las narrativas condensan, simplifican, socializan y amplifican esos odios y necesidades en un discurso vago y emocional. Así, la narrativa se vuelve superior a la fuerza bruta: se convierte en una idea introyectada que ofrece la ilusión de venganza y progreso.

Si en un Estado en condiciones confusas surgen narrativas estratégicamente estructuradas, un sicofante que hable con convicción —incluso si su discurso implica la restricción de derechos y libertades— podrá instaurar una visión del mundo, del Estado y de la nación.

Esa visión supone dos dimensiones para consolidarse: 1. Imperium, entendido como la eficiencia de las narrativas oficiales, de las políticas, obras y servicios públicos, 2. Dominus, que remite a la verticalidad de la cadena de mando, la horizontalidad para los acuerdos, la intransferencia de responsabilidades y la delegación de funciones.

La conjunción de ambas genera gobernabilidad, legitimidad política y estabilidad. La implantación de esta visión es el éxito de una narrativa y de la operación política.

Algunas conclusiones

1. El escenario actual —y esta Tercera Modernidad— es interplanetario: la revolución tecnológica hipersónica, la propulsión nuclear, la inteligencia artificial y la manipulación genética transforman los cuerpos, el entorno social, la industria y al propio Estado.

La geopolítica deja de ser terrestre: trasciende el planeta y se reconfigura en un orden multipolar.

2. Occidente atraviesa una guerra intestina dentro de su propio Deep State. El trasfondo de la crisis en la Unión Europea y Estados Unidos es una disputa por imponer regímenes soberanistas o neoliberales.

En contraste, Rusia, China y diversas potencias regionales son Estados abiertamente soberanistas.

3. La guerra mental geopolítica consiste, en un primer plano, en la conquista de las mentes desde el dilema soberanismo o globalismo; y en un segundo plano, en la pugna entre las propias visiones del soberanismo y de la seguridad nacional.
Todo se estructura en la lucha por imponer una narrativa hegemónica.

4. ¿No subyace en toda narrativa el saber de que quien guía domina, que lo presentado como bondad controla y que lo presentado como verdad esclaviza? ¿No se exhibe así el mal envuelto en mensajes que consuelan, seducen y tranquilizan?

5. Cuando la narrativa refleja una necesidad, instituye lo correcto y define lo real. En consecuencia, ¿el mayor poder no es el que se teme, sino el que se ama?

6. Comprender la crisis del Estado —y en particular del Estado neoliberal— en esta Tercera Modernidad implica reconocer la guerra mental de nueva generación: una guerra donde las narrativas son armas para construir y destruir al Estado, al régimen y al gobierno.

7. Pensar la crisis del Estado exige reconocer la magnitud de los derechos políticos de los gobernados y desarrollar una cultura política que vaya más allá de lo partidario y de lo dogmáticamente faccioso.

En la medida en que exista discusión, confrontación de ideas y desmantelamiento de narrativas —mediante otras narrativas—, el conflicto se convierte en generador de propuestas políticas desde los propios gobernados.
Esto constituye un exhorto a la ciudadanización del Estado, reconociendo sin velos sus dimensiones reales.

En fin, ¿usted qué piensa?…