FALANGES
Luis Adalberto Maury Cruz

Libertad, entre el ruido y la autodeterminación

20 de Diciembre de 2025

Luis Adalberto Maury Cruz


FALANGES: Libertad, entre el ruido y la autodeterminación

Luis Adalberto Maury Cruz
lmaury_cruz@hotmail.com
El mundo es caótico; esa es su condición natural, no como una realidad moral, deprimente o malvada. Es caos porque está en constante cambio, en permanente transformación, y ello no implica que se la persona desvíe de su propio sendero. Por el contrario, el ruido es todo aquello que nos desvía de nosotros mismos. El ruido es cultural; es el canto de las sirenas. No es un acto malvado per se, sino un medio de control destinado a garantizar intereses, desvirtuando el propio sendero.
Hoy, en esta Tercera Modernidad, el ruido se enmarca en una guerra mental que produce una estridencia apabullante que, paradójicamente, no se percibe como tal. La vida misma es una pugna de fuerzas que salvaguardan intereses, manifestándose como choque, conflicto y violencia.
El ruido origina estrés, ansiedad y depresión; patologías mentales, neurosis y psicosis que rompen la estabilidad interior, la capacidad de adaptación y la autodeterminación. El ruido es un veneno dulce que interfiere en la toma de decisiones y en el ejercicio de la libertad; es un obstáculo con el cual se forja o se extingue el carácter. Aquí surge una cuestión capital: ¿cómo ser libre en la actualidad, en medio de esta vorágine cultural? Es decir, hoy asistimos tanto al caos de siempre como al ruido propio de esta guerra moderna.
El ruido y la alquimia de la validación
El ruido de esta Tercera Modernidad se manifiesta en los embates de una guerra mental, donde la psique humana se convierte en un campo de dominio: un verdadero teatro de operaciones en el que se despliegan estrategias y tácticas orientadas a la consecución de objetivos específicos. —Los dominios de la guerra son el terrestre, el marítimo, el aéreo, el espacial y el cibernético, siendo en total al menos seis—. Este campo de batalla es, fundamentalmente, una lucha entre narrativas destinada a imponer formas de ver el mundo y valores afines a intereses particulares.
El ruido es recurrencia y estridencia narrativa —información y desinformación— que reestructura la cognición, la percepción y los sentimientos en función de logros concretos. Desde lo político y lo militar, su objetivo radica en debilitar o destruir un gobierno, un régimen o un Estado; desde lo económico, remite al consumismo y a la garantía de intereses. Tradicionalmente, lo primero se asoció a la propaganda y lo segundo a la publicidad; sin embargo, hoy ambos terrenos pertenecen a las ciencias cognitivas y a la filosofía de la guerra. No se trata de información inocua, sino de la introyección de un algoritmo, de un programa que procesa la información de tal manera que genera sesgos cognitivos y perceptivos afines a los intereses en cuestión.
El ruido abruma y da forma a la estructura existencial del individuo, buscando la estandarización de su pensamiento y de su conducta, envueltas en el oropel de la marca y de la ideología. Estas venden una falsa identidad y un sentido de pertenencia sustentado en el placer efímero. Con ello el individuo busca ser validado; dicha acción prolonga su pubertad y retrasa su adultez. En efecto, nos encontramos ante el algoritmo del puer aeternus, el eterno niño.
No se trata de caer en el victimismo, sino de reconocer la dualidad constitutiva del individuo: ser, al mismo tiempo, víctima y victimario de otros y de sí mismo. Víctima y victimario no son personas, sino formas de estar en el mundo; dos acciones complementarias que brotan del mismo núcleo. Quien padece el ruido es víctima; quien se regodea en él es victimista: el eterno niño que hace del chantaje su modus vivendi. Quien lo ejerce conscientemente es el el mayor depredador.
En efecto, ¿qué niño no desea ser validado? La guerra mental busca hacer del individuo un ser funcional a intereses determinados, mermando su estructura psíquica. Esto va más allá del homo videns de Sartori, pues hoy el fenómeno es digital y se instrumenta desde el ciberespacio, mediante algoritmos que privilegian lo recurrente sobre lo necesario, y fustigan la discrepancia y estandarizan lo correcto, lo sano, lo justo y lo bueno, desde una óptica hegemónica. Es la brutalidad de la censura, incluso en contra de lo notorio y evidente.
Cuando la persona se siente contenida por marcas e ideologías, obtiene un falso y paupérrimo sentimiento de arraigo momentáneo, que se refuerza en la posventa, en el “me gusta” de las redes sociales y en la superficialidad de premiar lo popular, aunque sea obtuso y lerdo —si bien lo popular también puede ser noble, este no es el caso—. Este ser y estar contenido por marcas e ideologías expresa el deseo de validación; renunciar a él constituye el principio de la autodeterminación.
Ser contenido por marcas e ideologías implica ser víctima del sistema y de las narrativas y, simultáneamente, victimario de sí mismo. He ahí la genuina perversidad: no asumir la propia responsabilidad.
La guerra mental, a través de su ruido, hace de la necesidad y de las heridas no resueltas del individuo el camino hacia una búsqueda persistente de validación, convirtiéndolo en un ser que, cómodamente, aniquila su autodeterminación y evade su propio camino, hasta convertirse en un engrane del sistema político y económico, ¿quién no es engrane? Esta autoaniquilación, simbólica o no, opera como una ganancia secundaria: elude o adormece el dolor y el sufrimiento mediante un espejismo de validación. Si el individuo no opta por sí mismo, se convierte en un medio para otros. Esto no es bueno ni malo, no es personal: es la eficiencia del sistema de la vida misma. De poco sirven las quejas cuando estas, en el fondo, claman por validación.
El ruido como catalizador de la adultez
No hay adultez sin conflicto ni sin adversidad. Caminar sin obstáculos es una farsa: los obstáculos son insumos del crecimiento. El ruido se utiliza como un arma para producir almas sumisas, cuerpos débiles y carteras vencidas. Sin embargo, ir hacia dentro y observar el ruido —ese choque de narrativas y diálogos internos— sin juzgar, reconociendo la propia fragilidad, robustez y antifragilidad, con ojos serenos y una sonrisa generosa, constituye el inicio del camino hacia la autodeterminación. El ruido también posibilita el crecimiento cuando se lo comprende como herramienta de dominación o como instrumento de entrenamiento.
El ruido, entendido como instrumento de mejora, consiste en tomar la vida tal como es y asumir, por mano propia, únicamente aquello que es responsabilidad propia; reconociendo que la paz es ese momento de digestión del lobo, siendo simultáneamente el preludio de una nueva hambre, de un nuevo conflicto y de un nuevo caos. A partir de ello, se ve que la lucha es interna: es el medio para domesticar el ruido.
El caos también es proyección de uno mismo en las vicisitudes de la vida. Nuestra guerra es mental. El fracaso y el éxito son valoraciones que se somatizan y castran al espíritu cuando se convierten en prismas que rigidizan la experiencia vital. Así se introyecta un algoritmo, un programa para procesar la información de tal manera que se generen sesgos cognitivos y perceptivos afines a los intereses dominantes implícitos en las narrativas hegemónicas. En consecuencia, asistimos a choques entre concepciones de lo que se asume como valioso, cuando en el fondo se trata de medios de control cultural.
El éxito que vende el sistema consiste en adquirir mercancías e ideologías afines a este sistema neurotizante. No obstante, ¿qué sistema no se comporta como depredador?, ¿qué sistema no reconoce presas para su subsistencia y actúa en consecuencia? Esto no demuestra crueldad ni maldad alguna del sistema; revela, más bien, la naturaleza humana y su condición dual de depredador y de presa.
La guerra mental es una guerra cultural, pues va más allá de la política, la milicia y la economía. El campo de batalla es la mente y las narrativas son el medio de cooptación. Dominar la mente es afianzar el sistema; subvertir el sistema es perfeccionarlo: ese es el principio de la autopoiesis. El sistema es el dragón, —como Nietzsche señaló— que en cada escama dice “tú debes”, introyectando marcas e ideologías. Sin embargo, siempre habrá algo del sistema que permita la nutrición. El adulto aprehende a discernir sin buscar validación; el puer aeternus busca aceptación aun a costa de sí mismo. Ambos, tarde o temprano serán nutrientes para el sistema.
Por ello, para el adulto el camino es obstáculo, tropiezo y caída; simultáneamente, esfuerzo y levantarse. Lo cruza sin expectativas, sin clamar validación, sabiendo que la vida es un camino hacia la muerte y con la certeza de que la autodeterminación consiste en decidirse por sí mismo, pagando el precio de ser quien se es.
El camino a la adultez
Frente al algoritmo del puer aeternus, el síndrome del eterno niño, es menester poner en tela de juicio las narrativas dominantes y las propias certezas, no como un acto de rebeldía mostrenca y estéril, sino como un ejercicio de autodeterminación y de devoción por el propio camino. No para ser paria ni masa, sino para ser uno mismo. Como diría Kant, es necesario alcanzar la edad de la razón; como señalaría Hegel, llegar a la autoconciencia; y como afirmaría Nietzsche, realizar la autoafirmación. Sin embargo, si la persona no integra sus sombras y luminosidades —como diría Jung— y no reconoce al otro y al mundo como una síntesis de opuestos, el individuo queda condenado a la neurosis y, en ciertos casos, a la psicosis.
La adultez no es una cuestión cronológica, sino una disposición vital fundada en la autodeterminación progresiva, que procura y fomenta la independencia fisiológica, emocional, intelectual y económica, integradas en un proyecto de vida en el mundo y con los otros, desde una perspectiva de diversidad y pluralidad.
No basta con alcanzar estas independencias de manera aislada ni con poseer sólo alguna de ellas; lo crucial es que todas estén articuladas y armonizadas en función de lo existente, o mejor aún, aportando un valor agregado al mundo en el constante quehacer cotidiano. Así, articular el pensamiento crítico, la paz consigo mismo, la acción en el mundo y el desarrollo de la solvencia financiera constituye un acto de defensa propia. La adultez es discernimiento y, con ello, responsabilidad.
Algunas conclusiones
1. El mundo es caos; el ruido es cultural y constituye un efecto de la guerra mental. El ruido es un efecto de un arma de dominación y, simultáneamente, puede convertirse en un instrumento capital para el libre desarrollo de la persona cuando se lo observa sin juicio y se le aprehende conscientemente. El ruido revela que la guerra mental es, en esencia, una guerra cultural.
2. La castración de la mente consiste en la introyección de algoritmos neurotizantes que inducen al individuo a buscar una validación que nunca encontrará en la marca y en la ideología; con ello se configuran vidas líquidas, fatigadas y dependientes.
3. No hay libertad sin el reconocimiento de la realidad tal como es, ni sin el ejercicio de la autodeterminación; y esta, a su vez, resulta una quimera sin independencia fisiológica, emocional, intelectual y económica.
4. Ser libre en esta Tercera Modernidad implica cuestionar y discernir tanto las narrativas hegemónicas como las propias certezas, desde la sobriedad y la generosidad, aportando un valor agregado al mundo en el quehacer cotidiano. La libertad comienza cuando se abdica del deseo de validación externa.
5. En fin, ¿usted qué piensa?...

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