FALANGES
Luis Adalberto Maury Cruz

Estado entre la injusticia y la anarquía

15 de Diciembre de 2025

Luis Adalberto Maury Cruz


FALANGES: Estado entre la injusticia y la anarquía

Luis Adalberto Maury Cruz
lmaury_cruz@hotmail.com
El mundo es tal como es y no como lo deseamos, aunque en ocasiones coincida con nuestras aspiraciones. Aquello que denominamos injusticia y desorden forma parte constitutiva de la realidad y de la naturaleza humana; son, en ese sentido, modos de estar en el mundo. Se presentan simultáneamente como hechos y como perspectivas, como realidades objetivas y como interpretaciones subjetivas.
La injusticia y el desorden conforman así el núcleo de reclamos, reivindicaciones, justificaciones y políticas públicas. Funcionan como el ariete de la revolución, de la reforma y de la transición política.
Pensar al Estado como un fenómeno histórico y, al mismo tiempo, como una realidad cotidiana, permite reconocer su carácter profundamente humano; por ello, no está exento de situaciones y condiciones de desorden e injusticia en la vida diaria. En este marco, resulta pertinente formular una pregunta fundamental: ¿qué es menos dañino para el Estado, la injusticia o el desorden?
Noción de Estado
El Estado se asume como un sistema constituido por una clase dominante —élites y gobierno—, una clase gobernada, un territorio y un conjunto de instituciones de poder público y soberano, inscrito en el concierto internacional. En este sentido, el Estado es una realidad relativa y dentro del marco de las relaciones internacionales; al ser soberano, posee una relativa independencia política, cultural, financiera, económica, tecnológica, energética y alimentaria, siempre de carácter relativo.
La soberanía no puede mantenerse de forma unilateral, pues los Estados no son realidades aisladas, aunque la autarquía funcione como un principio orientador. Como señala Dugin, en un mundo multipolar la soberanía se defiende en bloque, mediante alianzas geoestratégicas, so pena de ser devorado por Estados Unidos. En este orden internacional existe, además, una jerarquía y una supremacía efectiva de unos Estados sobre otros.
Si el Estado pierde su soberanía, este fenece. En consecuencia, la pregunta inicial puede reformularse en los siguientes términos: ¿qué resulta más dañino para la soberanía, la injusticia o el desorden? La injusticia puede ser entendida a la luz de los reclamos, las inconformidades y las necesidades sociales; el desorden, por su parte, puede ser comprendido desde una óptica política, donde su forma extrema se manifiesta como anarquía.
Notas sobre la injusticia
La justicia suele comprenderse desde dos enfoques principales: bajo la óptica de la moral y de la ética, y bajo la óptica del derecho. El primero remite a lo actitudinal y valorativo, inscrito en la pluralidad de las costumbres; el segundo remite al sistema jurídico vigente.
La moral, entendida como un modo de ser irreflexivo que permite valorar y emitir juicios, y la ética, como un estudio y un modo de ser reflexivo que también valora y enjuicia, comparten el hecho de no constituir realidades unitarias ni prácticas homogéneas. Ambas remiten a dimensiones relativas a la persona y a las comunidades. En efecto, es posible identificar conductas comunes y principios éticos generales de pretensión universal como la dignidad humana, el respeto, la tolerancia y la cooperación, —en términos de Luis Villoro—. Por ello, existe una pluralidad y diversidad de morales y éticas, cuyos principios y conductas funcionan como puentes axiológicos y actitudinales, evidentes al reconocer paralelismos valorativos, disposiciones prácticas y acciones compartidas entre distintas formas morales y éticas.
El elemento fundante de toda moral y ética es el valor, así como el presupuesto de la libertad; sin ellos no hay juicio, ni norma, ni acción moral o ética. Este valor y esta libertad no siempre se expresan de forma explícita, pero se comparten en un sentido básico, aunque con significados y matices propios.
La cuestión del valor resulta particularmente evidente en las éticas valorativas; sin embargo, sin él no hay juicio posible, pues este no se funda ni en el deber, ni en los hechos, ni en los bienes, sino en aquello que se asume como valioso y que opera como postulado para valorar y enjuiciar. Así, el valor fundante del utilitarismo es la utilidad; el del hedonismo, el placer; el del idealismo, la virtud, y así sucesivamente en toda ética. Lo mismo ocurre con las morales: para un individuo o una comunidad religiosa, el valor fundante es su noción de Dios; en la moral del agnosticismo, el valor es el reconocimiento de la limitación del conocimiento humano; en el ateísmo, la inexistencia de Dios. Toda moral, en consecuencia, presupone un valor.
El derecho, asumido como un sistema normativo imperoatributivo, con pretensión de universalidad, posee en su origen una validez circunscrita a la jurisdicción estatal. No obstante, en la práctica, los Estados potencia convierten su jurisdicción en acciones extraterritoriales, como se evidencia en las injerencias de Estados Unidos en Hispanoamérica, así como en las sanciones unilaterales impuestas a Rusia e Irán por contravenir los intereses de la Casa Blanca. La forma más sutil —aunque no por ello menos intervencionista— de esta práctica se expresa hoy en el discurso de los derechos humanos, enmarcado en la otrora unipolaridad global estadounidense, lo cual demuestra que la universalidad es una pretensión estatal o mundial, válida únicamente para aquellos Estados e individuos que deciden acatarla o que son forzados a hacerlo.
El sistema jurídico no se motiva en el derecho mismo, sino en la moralidad y la eticidad, y estas, a su vez, en el valor. Sin embargo, la fundamentación suele encubrir los intereses reales de las élites, que poseen un sistema de valores propio y lo imponen, no pocas veces, a punta de lanza o bajo amenaza. Por ello, resulta insostenible partir de una teoría pura del derecho, como pretendía Kelsen: la formalidad lógica del derecho es una argumentación —correcta o falaz— que se sostiene mediante la fuerza y la experticia técnica. El mundo jurídico es, en consecuencia, multidimensional: es formal y lógico, pero también social, psicológico, económico, político, y no está exento de corrupción.
El derecho es relativo a su Estado, del mismo modo que la moral y la ética lo son a la comunidad y al individuo. Incluso el derecho internacional depende del Estado parte que lo acepta y de aquel que lo impone. Tal fue el intento de Estados Unidos con el proyecto de la América Global, orientado a subordinar el derecho internacional y los sistemas jurídicos nacionales a Washington, imponiendo su versión de los derechos humanos como la única válida a escala mundial.
Es un hecho —no una interpretación— que el derecho es relativo a quién lo ejerce y a quién se le aplica: constituye una correlación de fuerzas de carácter imperoatributivo y punitivo, so pena de convertirse en letra muerta. Su eficacia depende de la eficiencia del actor que lo ejecuta. Este sistema normativo se justifica mediante una narrativa que no está exenta de principios morales y éticos, aunque ciertos purismos jurídicos lo nieguen. En consecuencia, el derecho se motiva y legitima en la moral y la ética, y se ejerce a través de dispositivos institucionales públicos. Las políticas públicas se justifican jurídicamente y se motivan moral y éticamente.
De este modo, una acción o un hecho se comprende como injusticia a la luz de la moral, la ética y el derecho, los cuales operan como telarañas muy fuertes para los débiles y muy débiles para los fuertes. La diferencia esencial radica en que el derecho es un ejercicio público y punitivo, un dispositivo gubernamental; mientras que la moral y la ética son dispositivos sociales y/o personales, carentes de coacción pública.
El pueblo, la sociedad y el individuo siempre se quejarán de aquello que agrede sus intereses y lo calificarán de inmoral, ilegal o, en suma, injusto. En ocasiones, dicho acto es efectivamente injusto por violar la moral, la ética y el estado de derecho; sin embargo, no pocas veces ello no genera repercusiones ni sociales ni gubernamentales, produciendo únicamente un daño a la víctima, mientras el infractor, victimario o delincuente permanece impune y en el anonimato. Existen, así, actos de injusticia que no afectan la soberanía ni la seguridad existencial del Estado, como el homicidio impune de un peatón arrollado en una autopista solitaria. En contraste, hay otros actos injustos que destruyen al gobierno, al régimen y al Estado, como la traición a la patria; tal fue el caso de Victoriano Huerta, en alianza con Henry Lane Wilson —embajador de Estados Unidos—, mediante el Pacto de la Embajada de 1913 para derrocar al presidente Madero.
Cuando el gobierno actúa frente a la injusticia —por ejemplo, ante reclamos sociales— mediante políticas, acciones, obras y servicios que dan solución a estas demandas, o al menos avanzan en una dirección de mejora o paliación, la injusticia se convierte en el primer paso hacia la legitimidad del gobierno, del régimen y del Estado, en la medida en que es reconocida y atendida a través de políticas públicas. Si no existiera injusticia, el Estado carecería de razón de ser. En consecuencia, aquello que denominamos injusticia no constituye una anomalía del sistema estatal, sino una condición inherente a él.
Ahora bien, ¿cuándo la injusticia se transforma en un peligro para el gobierno, el régimen y el Estado? Cuando se convierte en indignación social y esta se transmuta en odio. En ese punto, los gobernados se vuelven presas fáciles de grupos políticos y élites disidentes, que instrumentalizan el descontento como ariete para la defensa de sus intereses, pudiendo derivar en anarquía. La injusticia se convierte entonces en una mecha capaz de incendiar al Estado entero, como ocurrió en la Revolución Mexicana de 1910 o en la Revolución Rusa de 1917, donde los agravios sociales y las injusticias dinamitaron y legitimaron la narrativa revolucionaria que demolió tanto al gobierno como al régimen porfirista y zarista.
El núcleo de la narrativa y de la acción política es la injusticia; su motivación, la moral y la ética; su fundamentación, el derecho; su interés, el equilibrio entre élites y gobernados; y su finalidad, la gobernabilidad.
Notas sobre el desorden
Tradicionalmente, desde la óptica gubernamental y del propio Estado, al desorden que desborda los cauces institucionales se le ha denominado anarquía; es decir, desorden político e ingobernabilidad, lo cual constituye, lisa y llanamente, una crisis del Estado. La anarquía puede ser el inicio del fin de un gobierno, de un régimen o del propio Estado, y representa, por tanto, un problema existencial de la estatalidad.
En efecto, la vida humana y el Estado tienden al desorden, pues todo es un camino hacia la muerte; todo Estado está, en última instancia, condenado a su desaparición. El arte de la política consiste en mantener al Estado robusto y estable el mayor tiempo posible; para ello se hará lo conducente, so pena de una muerte prematura.
El desorden político implica la ruptura del orden institucional, gubernamental y político, y presenta dos vertientes: un desorden adaptativo, que permite la reforma del régimen o del Estado, así como la alternancia política; y un desorden subversivo, que diluye al Estado y lo coloca en condición de presa fácil frente a potencias extranjeras.
El desorden adaptativo puede observarse en procesos de reforma institucional y de apertura política. Un ejemplo de ello fue la reforma política en México de 1977, impulsada por Jesús Reyes Heroles como secretario de Gobernación durante el sexenio de José López Portillo, tras la crisis de legitimidad del régimen priista, al incorporar a la oposición al sistema electoral y legislativo.
Por el contrario, el desorden subversivo conduce a la anarquía y posee un correlato tanto interno como geopolítico. Dado que el Estado existe siempre en relación con otros y se encuentra inmerso en el concierto internacional, nunca está exento de la influencia de potencias extranjeras ni de intereses internos y externos. En este sentido, el desorden puede ser interpretado a la luz de los intereses de élites nacionales y foráneas.
El desorden adaptativo se expresa, asimismo, en la lucha institucional por la conquista de espacios de poder público, como ocurre en los procesos electorales regulares, en la negociación y concertación entre fuerzas contrapuestas, y en la conformación de pactos políticos.
El desorden subversivo, en cambio, es evidente en las revoluciones civiles y en las intervenciones militares de un Estado sobre otro. Tal fue el caso de la intervención estadounidense en México (1846-1848), que derivó en la pérdida de los territorios del norte, así como de la Revolución Mexicana de 1910 —también con intervención de Washington—, que dio lugar a una política doméstica marcadamente proestadounidense.
Este desorden subversivo se vincula con guerras de proximidad, intervencionismo y acciones de extraterritorialidad orientadas a garantizar los intereses de élites extranjeras, mediante alianzas con grupos políticos y de poder internos. De ahí que la anarquía tienda a diluir al Estado. Ello resulta evidente en el caso de Ucrania tras la Revolución del Euromaidán de 2013, así como en los intentos de golpe de Estado y en el financiamiento de grupos políticos opositores al régimen de Caracas. En ambos casos se buscó desmantelar proyectos políticos considerados adversos al deep state y a las élites del llamado Occidente Colectivo.
Luego, la anarquía puede conducir a la desaparición del Estado cuando el gobierno es incapaz de mantener la estabilidad estatal. Al romperse el equilibrio entre los intereses de las élites y las necesidades sociales, colapsan el orden y la jerarquía que lo sustentan, como ocurrió con el gobierno ucraniano de Viktor Yanukóvich. Otro ejemplo significativo es la disolución de Checoslovaquia en 1993, tras la caída del comunismo, como resultado de tensiones nacionalistas y desigualdades económicas que derivaron en la creación de la República Checa y Eslovaquia.
En efecto, sin desorden no hay Estado ni ejercicio político, pues la cepa de la gobernabilidad, de las políticas y de la acción pública es el conflicto. Es en ese ámbito donde el político demuestra su capacidad y ejerce su imperancia. Dicho conflicto no es otra cosa que un desorden administrable. La política, en consecuencia, consiste en la gestión de ese desorden adaptativo que permite sostener la gobernabilidad y fortalecer al gobierno, al régimen y al Estado. El Estado presupone este tipo de desorden; el desorden subversivo, en cambio, lo desborda y lo aniquila. El Estado se robustece y persiste gracias al desorden administrado, pero la incapacidad para gestionarlo termina por extinguirlo.
Existen hombres de Estado que han hecho de la anarquía el punto de partida para la refundación estatal. Tal fue el caso de Plutarco Elías Calles en 1928, al institucionalizar la Revolución mediante la creación del PNR y en el periodo del Maximato; así como Vladimir Putin quien a partir del año 2000 refunda la Federación Rusa tras el sismo político que supuso la disolución de la URSS y el caos de los años noventa. Tales procesos nunca son obra de un sólo individuo ni se realizan en soledad, aunque la memoria histórica tienda a concentrarse únicamente en las figuras visibles del poder.
Gobernabilidad y narrativa
La gobernabilidad supone tanto la legitimidad como la legalidad para enfrentar las demandas y necesidades sociales, es decir, las injusticias. La legitimidad se obtiene a partir de la capacidad de cohesión social que la narrativa política genera, motiva y vuelve aceptables las políticas públicas. La legalidad, por su parte, remite a la vigencia del estado de derecho como una realidad justiciable, incluso cuando este se vulnera con plena impunidad, siempre y cuando dicha violación no trastoque ni la seguridad interior ni la seguridad existencial del propio Estado. La estabilidad política, además, requiere cierta solvencia financiera y de experticia en el manejo de la administración pública. Toda narrativa necesita financiamiento y logística.
El Estado de derecho ofrece certeza a los capitales, a las fuerzas políticas y una seguridad pública y social relativa para la población. Los capitales no responden a la narrativa, sino a las condiciones objetivas que garantizan el interés económico. Dichas condiciones oscilan entre el Estado de derecho y el Estado de excepción. Las élites no comparten las mismas condiciones ni los mismos intereses que los gobernados; por ello, existen privilegios, como las exenciones fiscales para grandes empresas nacionales y extranjeras, sean estas legales, no reguladas o ilegales. Pensar lo contrario es caer en la ficción política. En consecuencia, resulta evidente que la injusticia y el desorden, así como el delito y el conflicto, no niegan al Estado, sino que lo constituyen.
Un mundo sin delito, sin desorden y sin violencia no es un sueño ni una utopía: es un camino de castración disfrazado de benevolencia, una ruta hacia la distopía y, en última instancia, hacia el infierno político; esto es, hacia la condición de vasallaje frente a potencias extranjeras. En cualquier caso, al gobernado sólo le es posible exigir —no necesariamente obtener— el respeto al estado de derecho, y a cambio le corresponde cumplir con su obligación de tributar.
Pensar en un mundo sin Estado, donde las personas se autorregulen plenamente, puede resultar deseable en términos ideales; sin embargo, en el concierto internacional tal escenario equivale a quedar a merced de un Estado mayor. La anarquía no conduce a la abolición de la estatalidad: propicia que un Estado sea absorbido por otro y que su población se convierta en ciudadanía de segunda categoría dentro del Estado absorbente.
En efecto, no se trata de adoptar una postura fatalista, sino realista. Pensar el Estado es un acto de defensa propia. La radiografía de la estatalidad y de sus condiciones permite diseñar estrategias de desarrollo personal y social en medio del marasmo de intereses, barreras burocráticas y relaciones de poder, así como identificar los resquicios desde los cuales es posible luchar en favor de los propios intereses.
Del odio a la anarquía
La corrupción, que suele ser motivo de indignación social, se manifiesta en el incumplimiento de los servicios y bienes públicos. Sin embargo, la corrupción denunciada por las élites y por la disidencia política es, con frecuencia, efecto de la inconformidad derivada de no ser beneficiarios del erario público, no es un reclamo de justicia.
La injusticia genera, sin duda, inconformidad social, movimientos y reclamos; no obstante, por sí sola resulta insuficiente para transformar un Estado. No basta la inconformidad para detonar una alternancia, una reforma o una revolución, pues existen alternativas, reformas, políticas y gobiernos notoriamente impopulares que no colapsan por ese sólo hecho. En este sentido, la injusticia per se no constituye una razón de Estado.
La indignación social es, con frecuencia, canalizada por grupos disidentes del gobierno o por facciones adversarias al interior de las élites, convirtiéndose así en un problema de Estado y de gobernabilidad. Sin financiamiento, sin suministros, sin vías de acción y sin la logística necesaria para transformar la injusticia en un movimiento organizado, resulta imposible que esta devenga en una política y en una acción contundente capaz de convertirla en un derecho efectivo y justiciable. En ausencia de estos elementos, la injusticia se reduce a frustración, y el odio no termina por estallar.
Si el gobernante no emprende acciones orientadas a disminuir la injusticia —en particular la injusticia social—, condena a su administración y al propio Estado a la ingobernabilidad, quedando como presa fácil de adversarios internos y externos. La injusticia macerada en el tiempo engendra odio: un fuego griego contenido que puede ser detonado por quienes conocen estos terrenos y que sólo adquiere fuerza real cuando cuenta con financiamiento.
El único desorden que no es admisible en el Estado es la anarquía, pues con ella el gobierno, el régimen y el propio Estado enfrentan un problema de seguridad existencial. Se trata del peor mal político, aunque no faltan quienes hacen de la necesidad virtud y convierten a la anarquía en el primer paso hacia la estabilidad y la refundación estatal.
Si bien un gobierno, un régimen y un Estado ordenados se expresan en el estado de derecho y en la gobernabilidad, la omisión de la legitimidad y del uso estratégico de la narrativa política los condena, igualmente, al caos, como ocurrió con el porfiriato. Este desorden se transmuta en odio, con el cual se afila la espada de la disidencia. Con frecuencia, los imperios caen desde dentro cuando las élites y las clases gobernantes se dejan seducir por la comodidad, levantan muros ilusorios de salvación y confían en ellos, mientras los adversarios —internos y externos— preparan las torres de asalto para apropiarse del botín.
En consecuencia, el entorno permanente del Estado es la violencia, la guerra, el caos y los intereses contrapuestos. Por ello, caer en la comodidad y en la confianza excesiva es un veneno: un somnífero dulce que adormece al fuerte y afila las espadas para el asalto.
Algunas conclusiones
1. La injusticia constituye un problema de seguridad pública y de seguridad social que no es, necesariamente, un problema existencial del Estado; sin embargo, puede escalar hasta convertirse en uno, al grado de consumirlo. Sin injusticia, el Estado carecería de razón de ser, pues la existencia misma de la clase gobernante perdería su función.
2. El desorden es una tendencia natural del Estado; es necesario y valida la política misma. No obstante, cuando dicho desorden adquiere un carácter subversivo y degenera en anarquía, el Estado enfrenta un problema de seguridad existencial, situándose ante el dilema de su refundación o su desaparición.
3. El dilema planteado al inicio no admite una respuesta simplista ni se reduce a optar entre apagar la injusticia o sofocar la anarquía; se trata, ante todo, de prevenir esta última. La injusticia puede —aunque no necesariamente— devenir en anarquía. Lo prioritario es gestionar el desorden para que sea de carácter adaptativo, mediante la reforma, la concertación y la negociación política. El trasfondo de este proceso es la crisis y la insuficiencia institucional, que se traducen en injusticia; para evitar que ello escale al desorden subversivo y a la anarquía, se requiere tacto político y un conocimiento fino de los tiempos.
4. La despresurización de la injusticia social y del desorden político supone la implementación de políticas de seguridad pública y social efectivas, no como fines morales o éticos en sí mismos, sino como razones de Estado orientadas a prevenir problemas de seguridad existencial.
5. El gobernante tiene como misión preservar la gobernabilidad y la existencia del Estado, incluso a un alto costo político. Resulta absurdo actuar bajo la premisa de un Estado libre de injusticia y de desorden. Es igualmente obtuso no desarrollar políticas públicas que respondan a las exigencias derivadas de la injusticia o permitir que el desorden derive en anarquía. Ignorar a las élites y al deep state equivale a un suicidio político: no se les reconoce para someterse a ellos, sino para concertar.
6. Al gobernado le corresponde comprender esta dinámica de poder y ampliar su consciencia política, a fin de construir posibilidades viables y alianzas estratégicas que permitan transformar el desorden político en un medio para la reivindicación de sus reclamos y necesidades, haciendo de la política un campo fértil para una vida digna.
7. En fin, ¿usted qué piensa?...

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