SENTIDO COMÚN
Gabriel García-Márquez

CUANDO LA VIOLENCIA ES UN ESPEJO QUE SE REPITE

26 de Septiembre de 2025

Gabriel García-Márquez



La literatura, con frecuencia, nos revela verdades incómodas que la sociedad prefiere ocultar. Tal es el caso de “Las Muertas” (1977), novela de Jorge Ibargüengoitia, inspirada en el caso real de las hermanas María de Jesús y Delfina González Valenzuela, que en la serie llevan el nombre de Arcángela y Serafina Baladro, en quienes se refleja la historia de las famosas “Poquianchis”, que operaron entre 1945 y 1964. Estas mujeres que administraban burdeles en la región del Bajío y que terminaron implicadas en redes de prostitución, explotación y asesinatos de decenas de jóvenes y niñas. Aunque la obra se presenta como sátira y ficción, el trasfondo toca fibras sensibles que, décadas después, siguen vigentes: la trata de mujeres, la desaparición forzada y la impunidad.

LA REALIDAD DE LA TRATA DE MUJERES NO TERMINA
En Las Muertas, Jorge Ibargüengoitia retrata con crudeza y humor negro cómo las protagonistas se enriquecen gracias a la explotación sexual de mujeres pobres, reclutadas bajo engaños o forzadas por la violencia. Aquella narrativa parecía un reflejo extremo de una época lejana, un suceso extraordinario denunciado en 1964, digno de esta novela que se publicó en 1977. Sin embargo, hoy la realidad mexicana muestra que la problemática persiste, incluso en dimensiones más graves. Según cifras oficiales, miles de mujeres y niñas desaparecen cada año en el país, y un porcentaje significativo de esos casos está vinculado a la trata con fines de explotación sexual. Historias similares a las que narra la novela, jóvenes engañadas con falsas promesas de trabajo, arrancadas de sus comunidades y sometidas a condiciones inhumanas, siguen ocurriendo en pleno siglo XXI.

HERIDAS ABIERTAS

La trata de personas, particularmente de mujeres, no es solo un delito económico, sino una forma de violencia de género extrema. La desaparición forzada, muchas veces asociada a este fenómeno, desgarra familias enteras y siembra miedo en comunidades y pueblos. Lo más grave es que estos crímenes no se sostienen únicamente por las redes delictivas, sino que se encuentran encubiertos y solapados por la impunidad, la corrupción y, en muchos casos, la participación directa o indirecta de las autoridades. Policías, funcionarios y servidores públicos que deberían proteger a las víctimas terminan actuando como cómplices o encubridores, reproduciendo así la misma atmósfera de complicidad que Ibargüengoitia retrató en su obra.

APUNTE CRÍTICO SOBRE LAS ADAPTACIONES CINEMATOGRAFICAS

La historia de Las Poquianchis ha tenido distintas aproximaciones en el cine y la televisión. Felipe Cazals, en 1976 dirigió Las Poquianchis, una película sobria y profundamente realista, basada en el guion de Tomás Pérez Turrent, donde la crudeza de la historia se mostraba con rigor histórico y un estilo directo, sin concesiones a la exageración. Su fuerza radicaba en el retrato social: un México rural empobrecido, atravesado por la desigualdad y la violencia estructural, que se sentía auténtico en cada detalle de escenografía, vestuario y ambientación. En contraste, la serie de reciente estreno en Netflix, dirigida por Luis Estrada presenta un trabajo desigual. Si bien la escenografía caricaturesca, los autos y vestuarios fuera de época rompen la verosimilitud y debilitan el impacto de la narrativa, las actuaciones del elenco logran rescatar gran parte de la producción. La primera actriz Arcelia Ramírez como Arcángela ofrece una interpretación magistral, llena de matices y humanidad; Paulina Gaitán como Serafina dota de intensidad y fuerza emocional a su personaje; y Joaquín Cosío como el capitán Bedoya aporta su solidez actoral, convirtiéndose en un pilar dramático. Gracias a ellos, la serie encuentra un contrapeso positivo que impide que los errores de ambientación borren la relevancia del tema. Este contraste muestra cómo las decisiones estéticas y narrativas pueden marcar la diferencia: una obra que dignifica la memoria de las víctimas frente a otra que corre el riesgo de banalizarla, sostenida en este caso por el talento indiscutible de sus intérpretes.

EL PODER DE LA LITERATURA COMO DENUNCIA

Lo inquietante de Las Muertas no es solo la violencia explícita que narra, sino el eco que guarda con la actualidad. La novela, escrita hace casi 50 años, funciona como un recordatorio de que México no ha sabido romper el ciclo de impunidad ni garantizar la protección de las mujeres. Hoy, series televisivas y producciones cinematográficas retoman el tema, pero la tragedia trasciende la pantalla: madres buscadoras recorren montes, fosas clandestinas y morgues en busca de hijas desaparecidas. La similitud entre Las Muertas y la realidad actual no debería ser solo un ejercicio de comparación literaria. Es un llamado urgente a reconocer que lo narrado en la novela no es un episodio del pasado, sino un espejo de un presente doloroso. La ficción de Ibargüengoitia nos confronta con la necesidad de transformar nuestras instituciones, sancionar la corrupción de las autoridades y garantizar justicia para prevenir que la historia se repita una y otra vez.

LAS MUERTAS QUE SIGUEN VIVAS

Las Muertas nos recuerda que la violencia contra las mujeres no es un accidente aislado ni un producto exclusivo de la maldad individual, sino el resultado de estructuras sociales y políticas que normalizan la explotación. Mientras los delitos de trata y desaparición sigan encubiertos por la impunidad y solapados por corporaciones y autoridades corruptas, la novela seguirá siendo un reflejo incómodo de lo que somos como país. El reto está en romper esa semejanza, para que la literatura deje de anticipar la realidad y podamos, al fin, escribir otra historia digna de contarse.
No hay que olvidar que Las Muertas está basada en un hecho que se dio hace más de sesenta años, pero la realidad pareciera seguir siendo la misma o quizá peor.



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