La Cocina de la Historia
Ema Cibotti

El telegrama de Borges y la matanza de Tlatelolco

27 de Julio de 2017

Ema Cibotti


El telegrama de Borges y la matanza de Tlatelolco.

Sí, lo tuve en mis manos a fines de los años 90. Lo encontré en Buenos Aires de pura casualidad mientras revisaba la correspondencia particular de un científico argentino –ya muerto- en un cajón de su archivo privado. Sin embargo aunque el telegrama no pertenecía a su dueño, allí estaba la copia del correo. Pocas palabras elegidas con la urgencia propia de quien envía un aval, ¿de compromiso? Quedé muy sorprendida porque llevaba estampados, a modo de firma, los nombres de Jorge Luis Borges, Manuel Peyrou y Adolfo Bioy Casares. Mientras trataba de entender qué hacía allí esa copia dirigida al Secretario de la Gobernación, Luis Echeverría, la leía y releía: "Rogamos haga llegar nuestra adhesión al gobierno de México". Estaba fechado el 23 de octubre de 1968.

¡Que frase!, apropiada para expresar consternación, por ejemplo, ante una catástrofe natural luctuosa. O simplemente como prosa de circunstancia, para decir algo sin insistir mucho en ello. Pero ciertamente indignante si el apoyo implicaba a la máxima autoridad mexicana, al mismo presidente Díaz Ordaz, responsable de la orden que provocó la matanza de Tlatelolco, una masacre de decenas de estudiantes cazados como a palomas durante la manifestación de protesta que los congregaba el 2 de octubre de 1968 en una de las plazas emblemáticas de la historia de México, la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Un hecho ominoso, inmune al paso del tiempo y a toda justificación.
¿Qué había motivado a los escritores para enviar semejante aval? Antes de volver sobre la cuestión que inicia esta nota resulta necesario revisar el terrible acontecimiento que la provocó.

Los testimonios de los sobrevivientes se sucedieron al igual que los de los reporteros extranjeros. Habían llegado a México para cubrir las olimpiadas y se toparon con una agitación estudiantil en aumento que pasmaba al gobierno federal que sabía que se jugaba su prestigio internacional, pues solo faltaban 10 días para la inauguración de los Juegos. La Ciudad de México estaba preparada, miles de jóvenes entrenaban ya en la Villa Olímpica y eran visibles los carteles gigantes de propaganda que exhibían en las azoteas de los edificios el lema: “todo es posible en la paz”. Pero la paz se rompió esa noche de represión sangrienta que dejó un número nunca precisado de muertos, muchos jóvenes, mujeres y niños de familias que se habían acercado para ver el mitin.

Dentro del parámetro latinoamericano de esos años y aunque en México no hubiera un gobierno de fuerza surgido de un golpe de Estado como lo era el argentino bajo el mando del general Onganía, el gobierno de Díaz Ordaz era igualmente un régimen muy autoritario. La indignación juvenil comenzaba a bullir ante la quita de derechos fundamentales y exigía el desmantelamiento de la policía antimotines y la libertad de los presos políticos. En el año 2008, al cumplirse los 40 años de la matanza, el intelectual Carlos Monsiváis subrayó que el foco de las peticiones estuvo puesto sobre las garantías individuales, la falta de libertades y los derechos humanos.

La periodista y escritora Elena Poniastowska publicó en 1971 la crónica más completa y pormenorizada de los hechos y su enorme trabajo de historia oral - La noche de Tlatelolco- seguirá siendo una referencia obligada cuando se conmemoren en 2018, los 50 años de aquel infierno que “duró 29 minutos de fuego intenso”.

Las noticias llegaron a Buenos Aires a través de los cables de las agencias de prensa extranjeras y ocuparon las primeras planas, pero en recuadros porque competía en espacio con el golpe de Estado producido en el Perú en la madrugada del jueves 3 de octubre. El presidente Fernando Belaunde Therry había sido sacado del palacio gubernamental a medio vestir y a empellones por fuerzas militares que obedecían al general Juan Velasco Alvarado. Detenido unas horas, Belaunde Therry llegó asilado a la Argentina esa misma mañana muy temprano mientras el Perú se despertaba ignorando la caída de su gobierno constitucional.

En México, el gobierno de Díaz Ordaz trataba de imponer a través de la censura su versión oficial. Sin embargo, el intento logró parcialmente su cometido. Había demasiados testigos. La periodista Oriana Fallaci fue herida de bala y la radiofoto de Associated Press en la cama del Hospital Francés con el embajador de Italia a su lado daba la vuelta por las redacciones internacionales. A diferencia de otros reporteros, Fallaci no había viajado a México por los Juegos, sino para cubrir el movimiento estudiantil y fue invitada por sus líderes al mitin. Avezada observadora advirtió y después denunció que las bengalas lanzadas desde un helicóptero habían sido la señal que desató inmediatamente los disparos contra la multitud. Aunque en Buenos Aires solo se reprodujo su foto, esta información llegó casi de manera inmediata. El jueves 3 por la tarde, lo porteños podían leer en el diario La Razón, de gran tiraje, un recuadro en la primera plana con un resumen de las agencias EFE y UP: “Un helicóptero disparó una bengala verde, que sirvió de señal para que las tropas del ejército rodearan la zona y comenzaran a disparar sus ametralladoras contra la multitud que desde las 4 de la tarde se había congregado en una manifestación de congratulación a sus colegas de la universidad nacional de México, por haber sido evacuada por las fuerzas militares el lunes pasado”. Información cruda no contaminada.

Las tergiversaciones y contradicciones llegaron poco después. Los diarios argentinos también reprodujeron con grandes titulares las versiones conspirativas del gobierno mexicano que acusaban a “elementos foráneos” de desatar una tragedia, pero claro el contexto internacional resultaba propicio para creerlo. El 8 de octubre, Cuba conmemoraba el primer aniversario de la muerte del “Che” Guevara en Bolivia, y promovía el Día del Guerrillero Heroico, mientras la agitación juvenil se desparramaba por las ciudades latinoamericanas con consignas que incluían el repudio a la matanza de Tlatelolco.

No puedo suponer que Borges y Bioy Casares estuvieran atentos a estos desarrollos noticiosos, pero no sería ocioso conocer si esto pasó. Enterados o no de estos avatares, tampoco podrían haber quedado indiferentes a lo que publicó el diario La Razón el mismo 8 de octubre.

Bajo el título: “Elementos instigadores”, la agencia EFE informaba que Elena Garro, junto con otras cuatro personas eran “señalados como instigadores del movimiento subversivo descubierto por las autoridades”. Los imputaba el líder estudiantil Sócrates Campos.

¿Por qué llegó esta noticia a Buenos Aires pero no lo hicieron las desmentidas de Garro y las contra acusaciones que hizo públicas en México? Tampoco lo sé. Entre sus conocidos fue señalada como soplona, traidora o delatora del movimiento estudiantil y de los intelectuales afines al mismo. ¿Era ella informante del gobierno de Díaz Ordaz? Nada de esto se publicó en Buenos Aires. Víctima y victimaria, lo cierto es que la ex esposa de Octavio Paz, que ya era reconocida como gran escritora, no volvió a quedar registrada en las columnas de la prensa argentina.

Elena Garro, era admirada por sus amigos argentinos y además mantenía un amor correspondido aunque epistolar con Bioy Casares. Se habían conocido en 1949 en París y hasta 1969 no dejaron de escribirse. La intensa y discreta relación acopió 91 cartas, 3 tarjetas postales y telegramas, 13 en total, todo conservado en la universidad de Princeton.

El telegrama de marras, que abre esta nota, surge de esta relación, y es la respuesta a lo que ella les demanda en otro del día anterior.

Algo de todo esto ya se sabía en 1998. Al cumplirse 30 años de la matanza de Tlatelolco, el investigador mexicano Sergio Aguayo Quezada, publicó en su libro Los archivos de la violencia, la primera referencia que incluía entre los apoyos recibidos por Díaz Ordaz, el telegrama de los “tres ilustres escritores argentinos”. Por algún motivo, el hallazgo no levantó polvareda. Muy diferente fue lo que sucedió en 2004 cuando se reabrió la cuestión tras la revisión de la documentación clasificada por el Archivo General de la Nación. En Buenos Aires, el mundo literario no dio crédito al telegrama y para colmo se filtró un error sobre la fecha de emisión, se mencionaba el 3 de octubre. Si la adhesión hubiese sido enviada al día siguiente de los luctuosos hechos habría que hablar de una celebración de los mismos. Absurdo.

A fines de 2006, todas las piezas del rompecabezas encontraron su lugar. Se publicó el diario íntimo de 1600 páginas, en donde Bioy Casares registró su larguísima relación personal con Borges. Allí cuenta que el 22 de octubre de 1968, lo llamó por teléfono para definir la respuesta que les pedía Elena Garro. Ella requería apoyo para el gobierno que –decía- era desafiado por los comunistas: “tirotearon al pueblo y al ejército y ahora se presentan como víctimas y calumnian”. Los amigos cumplieron –desaprensivamente- sin siquiera discutir la razonabilidad del pedido ni la veracidad de lo que ella denunciaba. Pero solo lograron sumar al escritor Manuel Peyrou. Ni Victoria Ocampo, la reconocida directora de la revista Sur, quien acababa de recibir en su casa a Indira Gandhi de visita oficial en Buenos Aires, ni su hermana Silvina, esposa de Bioy, ni Eduardo Mallea, ni nadie más quiso firmar. Menos mal.

Borges vivió lo suficiente para hacer conmovedoras rectificaciones. Era ciego, completamente ciego para moverse en el mundo político, pero sabía escuchar. En 1980, en plena dictadura militar (1976-1983) fueron a verlo las madres y abuelas de Plaza de Mayo: “uno siente la veracidad” dijo antes de firmar la solicitada que reclamaba por los desaparecidos.

El escritor y político comunista chileno, Volodia Teitelboim, apasionado de su literatura, le dedicó en 1996 una muy interesante biografía. Esa es otra cocina de la historia a explorar.

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