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Paulina Pineda de Tijuana a Princeton; hará el doctorado de Literatura Comparada

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Paulina Pineda de Tijuana a Princeton; hará el doctorado de Literatura Comparada
04 de Agosto de 2019 08:17 /
El camino ha sido largo. Inició hace 15 años. El destino: Princeton, en Estados Unidos, una de las mejores universidades del mundo e institución en la que estudió Michelle Obama, exprimera dama de ese país.Cuatro mil 437 kilómetros separaban a Paulina Pineda, la única mexicana en el doctorado de Literatura Comparada, de Tijuana a New Jersey.
La barda que se extiende a lo largo de la frontera y divide a Estados Unidos de México fue lo más impactante para Paulina al momento de aterrizar en el aeropuerto de Otay Mesa, en Tijuana.
En ese primer recorrido por la ciudad su padre tuvo que explicarle que cada una de las cruces y los nombres pintados correspondían a una persona que había muerto en su intento por cruzar del otro lado.
Al instante, en esos primeros días mientras se mudaba a una ciudad nueva siendo una adolescente, Paulina entendió dos cosas de Tijuana: la mayoría de quienes la visitaban, lo hacían porque era el único camino para poder llegar a Estados Unidos y el narcotráfico estaba impregnado en prácticamente todo.
“A los 13 años logré entender el significado de esas fronteras tan reales, que dividen a un país del otro. Es una realidad que, al pisar Tijuana, te pega así”, aseguró Paulina, tronando los dedos, para remarcar cómo pudo comprenderlo de inmediato.
Un año antes de mudarse con su familia a la frontera, había vivido en Chihuahua, la capital, una ciudad que le sirvió de entrenamiento para sobrevivir a Tijuana, que era mucho más cruda.
Era el año 2002, comenzaban a escucharse las noticias sobre las muertas y mujeres desaparecidas de Ciudad Juárez. Algunos de sus compañeros de clase eran hijos de narcotraficantes, que gozaban de ciertos privilegios en la escuela, como ponerse el uniforme con botas vaqueras de color azul eléctrico y piel de avestruz (mejor conocidas como baby blue).
En Chihuahua, ella vivía en una casa modesta y debía llevar los zapatos negros que exigía la secundaria, a diferencia de una compañera, quien vivía en una mansión con alberca y con muebles ostentosos, que un día desaparecieron, porque los había confiscado el gobierno. Tampoco tenía acceso a las camionetas más lujosas ni a los escoltas resguardándola en la puerta de su hogar, como los tenían alumnos con quienes compartía pupitre.
En Tijuana, Paulina comenzó a entender al narcotráfico de una manera mucho más cruel y real, ya no sólo a través de esos lujos y privilegios inexplicables que tenían sus compañeros del salón de clases en Chihuahua, viniendo de familias de clase media y baja.
“Nos tocó llegar a Tijuana en un año muy violento. Eran aquellos tiempos, en donde veías mucha presencia militar y en ocasiones a gente muerta en las calles”, recordó Paulina.
Llegando a Tijuana la muerte por causa del narcotráfico se convirtió en algo común. Hubo un año en que alguno de sus compañeros de clase no terminó el grado porque fue ejecutado, en la escuela había rumores que algunos compañeros distribuían drogas.
Un mes de octubre, Paulina organizó una fiesta de Halloween a la que no llegó ningún invitado. Ese día, los narcos ordenaron un toque de queda. Truco o trato, los narcos advirtieron que quien saliera sería asesinado. Las calles estuvieron desiertas esa noche. Era 2008, mil 500 homicidios convirtieron a Tijuana en la ciudad más insegura del mundo.
“Es cuando la violencia se generalizó aún más, la gente decía: ‘ahora nadie respeta, antes los narcos solo se mataban entre ellos’. Lo peor es que era cierto”.
LA RUTA A LA UNIVERSIDAD
Lo que llevó a Paulina de una de las ciudades más violentas del mundo, como lo sigue siendo Tijuana, a Princeton (prestigiosa universidad, en la cual también impartió clases el premio Nobel de física Albert Einstein y estudió la famosa actriz Brooke Shields, protagonista de la película La laguna azul y miembro de una de las familias aristocráticas de Estados Unidos) fue una cadena de gente que continuamente la guió.
“En mi vida siempre hubo algún familiar o un profesor que me mostró ‘oye, es por acá’”. El camino que le enseñaron fue uno que hace 15 años ni siquiera imaginaba que podría ser parte de su realidad. “De hecho, si no fuera porque alguien me dijo que el doctorado podría ser gratis, yo jamás hubiera aplicado”, explicó. En varias ocasiones Paulina creyó que era imposible, incluso, lograr estudiar una licenciatura.
Casi para cualquier alumno, estudiar en Princeton, podría ser impagable. La anualidad que incluye estancia y matrícula supera los 70 mil dólares, que ni vendiendo las casas de tres generaciones de su familia, podría costearlo.
Cuando la ausencia del Estado es tan evidente, como sucede en México, por lo menos en los últimos 40 años, lo único que queda para poder agarrarnos es de la comunidad, según el doctor José Antonio Pérez Islas, coordinador del Seminario de Investigación en Juventud (SIJ) de la UNAM.
“Estamos seguros de que ninguna historia de éxito, como la de Paulina, se construyó sola, porque nada se logra por azar, es necesario cobijar a nuestros jóvenes. Debemos comenzar por abrazar a una generación y crear nuestras propias oportunidades, pero dejarlo de hacer desde la individualidad, pues sólo haciendo equipo lo vamos a poder lograr”, dijo el sociólogo.
En ese tiempo, a pesar de las muchas tentaciones y riesgos que hacían que muchos jóvenes en Tijuana se perdieran por la ciudad en busca de fiesta, alcohol y drogas, Paulina se afianzaba de la curiosidad y de otras posibilidades que la ciudad también le ofrecía.
Salía a las calles durante el día a recorrer y conversaba confiada con muchas personas.
En esas escapadas de casa ella también se perdía por galerías, museos o iba a cazar los grafitis más atractivos pintados en la barda fronteriza. “Ese dolor de Tijuana, siempre se intenta sanar en el arte, en sus muros. Está por todos lados”, como bien lo concluye Paulina, porque el arte en ciudades como éstas no es un lujo, se trata de una forma de sanar a través de él.
“El arte, y sobre todo la literatura, siempre fueron mi ancla. Fueron mi manera de conectar con las historias de otras personas”, señaló.
Además, en esa errabunda búsqueda también el arte era la manera de divertirse y escapar de la soledad de una casa vacía, mientras sus padres trabajaban durante todo el día, y lo más importante, de sentirse de algún modo “segura” entre las calles más peligrosas del mundo.
“Me escapaba todo el día de casa, pero a los museos, a hablar con gente. Claro, que no significaba que estuviera realmente segura, porque aun así era muy peligroso, pero era mi forma de cuidarme. Yo entendía cuánto me querían en mi casa, y sabía que por más lejos que me fuera siempre tenía que regresar antes del anochecer y nunca provocar una angustia o dolor a mis padres”.
En el año en que se militarizó Tijuana, 2008, sus padres decidieron que Paulina debía apostar por estudiar en una escuela de Estados Unidos, pues cada vez era más difícil la vida para los jóvenes en la ciudad fronteriza.
No fue fácil, para cruzar la frontera, los siguientes tres años Paulina se tenía que levantar en la madrugada todos los días. También su papá lo hacía para acompañarla y dejarla en el cruce peatonal a San Diego. Si no llegaban al puente fronterizo antes de las seis de la madrugada, corrían el riesgo de hacer más tiempo del habitual: tres horas formada a pie.
“Cuando mi papá no podía acercarme, había amigos, un novio o familiares que me ayudaban para que pudiera llegar a la frontera o a clases a tiempo, porque irme sola era muy complicado, pues vivía en una zona muy insegura. ¿Te imaginas cuántas personas y afectos tuvieron que intervenir para que yo pudiera llegar a donde estoy?”, contó Paulina.
Justo en la institución técnica en la que comenzó sus estudios en Estados Unidos, conoció a los primeros mentores que la alentaron para convertirse en una estudiante con anhelos de investigadora.
Le enseñaron la intensa curiosidad que siempre tuvo por explicarse a sí misma, a su país y las raíces de su familia, originaria del Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca.
Así que una vez que la vieron escribiendo poemas de amor, a los 17 años, le recomendaron que invirtiera mejor su tiempo y su talento, pues en lo que verdaderamente destacaba no era en la poesía, sino al escribir pequeños ensayos sobre los estudiantes transfronterizos, tema que describía desde su propia realidad.
“Ésa fue una de las lecciones más grandes, rudas y merecidas que alguien pudo darme. Le enseñé mis poemas a la maestra y ella me dijo: `Paulina, esto no, porque tú tienes que comenzar a escribir de las cosas que tú sabes, vas a ver que lo que saldrá será mucho mejor’”.
Y en la literatura del pensar, no sólo encontró su pasión, también respaldo.
“Fue el lugar en donde siempre encontré validación y me llenaba, no importaba que yo sintiera que no era suficientemente capaz en muchas otras cosas. Por ejemplo, nunca me consideré bonita, porque me veía lejos de las competencias y estándares de belleza o que pensara que no era exitosa”.
Al terminar la carrera técnica, sus profesores la alentaron para aplicar por una licenciatura para seguirse preparando mejor.
En esos primeros años en los que estuvo en Estados Unidos, cuando Princeton no existía aún en su imaginario, Paulina pagó sus dos carreras aseando casas, lavando baños de oficinas, sirviendo como mesera, un tiempo incluso como indocumentada; ese tiempo y esos oficios sirvieron para atemperarla, aprendiendo mucho de lo que ahora lleva a su carrera como investigadora de las lecciones que también recibió de sus compañeros de trabajo y del mucho apoyo que le brindaron durante esos años.
El único refugio que Paulina encontró sufriendo racismo en Estados Unidos y escuchando a muchos diciéndole “regrésate a tu país”, era traer a la memoria a toda esa gente que creyó en ella y con palabras que la alentaban a tratar de ahogar todas esas voces que intentaban reducirla o menospreciarla.
Cuando Paulina fue aceptada para estudiar el doctorado en Princeton, a sugerencia de una de sus profesoras de la carrera técnica, con quien estudió en San Diego, escribió un correo para alentar a los alumnos que, como ella, todavía creen imposible graduarse de la escuela.
En ese correo, lo primero que Paulina escribió a los estudiantes fue que disfrutaran el camino y que tuvieran apertura, porque hacía incluso dos años, ella no podía haber imaginado que llegaría a Princeton, para aprender y unirse a los esfuerzos de muchos otros de estudiar y revitalizar la lengua indígena de su abuelo, el zapoteco del Istmo de Tehuantepec.