Pienso, luego resisto
Fernando Tranfo

En el principio (y en el final) fue el verbo

30 de Octubre de 2017

Fernando Tranfo


A los muchachos de “Arenisca”, especialmente al más bueno…

Durante el entierro de mi padre, mientras entregábamos su cuerpo derrotado a un mármol con dos fechas, mi hermano se abrió paso entre la multitud dolida y tomó una de las decisiones más valientes que un ser humano puede tomar en ese irrepetible momento: intentar cifrar, en un manojo de palabras, la grandeza de un hombre. Hubo un silencio sagrado, de esos que sólo merecen la belleza o la muerte, y entonces dijo: “Este hombre a quien estamos despidiendo, cuando pelaba la fruta, sin que nos diéramos cuenta, se comía la parte podrida y nos daba a nosotros, sus hijos, la parte buena…”.

Lo que mi hermano hizo aquel día no fue otra cosa, en estos tiempos desacralizados, que ejercer el viejo arte del epitafio, esa forma de arte que, como ninguna otra, ha intentado desde tiempos inmemoriales triunfar sobre la muerte. Es cierto que, vista de algún modo, toda obra artística aspira a perpetuarse y es de algún modo un epitafio, pero esa obstinación humana por hacer que la palabra triunfe sobre el olvido, que el verbo derrote a la nada, es tal vez la forma más sublime que puede adquirir el lenguaje.

Trece años después de aquella epifanía verbal de mi hermano frente a mi padre difunto; hace unos días, otra valiente, otra inspirada, otra secreta agente al servicio del sentido, volvió a demostrar que, como bien dijo Odysséas Elýtis, “Escribir es intentar que la muerte no tenga la última palabra”.

El contexto, en este caso, aun teniendo que ver con la muerte, fue totalmente otro o, para decirlo con crudeza filosófica, fue “lo totalmente otro”. Lo insoportablemente otro, lo inefablemente otro, lo incomprensiblemente otro. La muerte, sí, pero en su costado más truculento, feroz, absurdo. Mi padre había muerto en relativa paz y luego de una vida que pudo cerrarse, tal vez algo prematuramente (todos queremos que los seres amados vivan un poco más, si es posible para siempre), pero con la sensación de ciclo plenamente vivido. Otra cosa fue el entorno que enfrentó Victoria aquella tarde. El destino había mostrado su peor rostro y su ominoso martillo había derrochado su furia destructora, devastando los corazones. Fue en ese páramo hecho de nada, de absurdo, de dolor que de tanto doler anestesia, que Victoria decidió hablar, para que la muerte no tuviera la última palabra.

No hace falta ser semiólogo para saber que el lenguaje es la primera y acaso la única forma que tiene nuestra especie de dar sentido a la existencia. No hace falta recordar el evangelio de San Juan, advirtiéndonos que en el principio fue el verbo. No hace falta debatir si el silencio místico es la negación del lenguaje o su modo absoluto de enunciación. ¿Pero qué decir cuándo el destino parece haber dicho todo? ¿Qué decir cuando toda palabra corre el riesgo de estar de más? ¿Qué decir cuando el dolor cierra las bocas con mil candados?

No la conocía a Victoria. No sabía, de hecho, que se llamaba así, y supe de su tan atinado nombre para tan desatinado día, poco antes de escribir esto. Nos estábamos yendo todos de la escena final con ese arrastrar de pies que tan bien simboliza la derrota metafísica ante la muerte. Yo lo había abrazado a mi amigo-hermano Gabriel para desandar el sendero de ese falso parque, que tan occidentalmente quiere ocultar lo más evidente de todo. Del otro lado del sendero, con la mirada cegada por las lágrimas, estaban mis otros amigos: Fornilo, Berto, la Bestia, Pol. De pronto vimos todos, ya en fuga, que una muchacha, desanudando unos pálidos papeles, se aprestaba a decir algo. Algo donde nadie tenía nada para decir, algo donde nadie creía que hubiera algo que escuchar. Algo, algún sonido que no fueran las respiraciones trabajosas, los quejidos del alma, el absoluto silencio de la soledad absoluta.

Los ojos apagados se encendieron, los oídos clausurados abrieron levemente sus puertas, como intuyendo que tal vez en esa muchacha frágil había algo de esa magia que despierta a los anonadados. Me arrimé a sus palabras, lo reconozco, con la inapropiada pero inexorable curiosidad de quien, en medio del desierto, quiere ver qué puede hacer un paisajista. Quería ver cómo te las iba ingeniar, Victoria, en semejante contexto, para usar las palabras con aquella vieja función para las que fueron creadas: para conmover, para fundar mundos, para que la luz se haga, para hacer del indomable caos un bello cosmos. Quería, bien lejos del morbo y tan cerca de la fe, ver si de tu galera salían esos artificios que encantan a los desencantados y devuelven la ilusión a los malheridos.

Algo, una energía misteriosa, un resplandor (cito a Gustavo Cerati, a quien vos citaste) nos empujó a todos a ese centro de bondad que estabas fundando. Esa comunión que llega al alma o, mejor aún, que nos hace saber que la tenemos. Enseguida, como trasmutados por los secretos de la alquimia, vimos cómo tus palabras lograron que el dolor fuera esperanza, la muerte renacimiento, la pavorosa sensación de vacío, un espacio que esperaba ser llenado de amor, a pesar de todo.

No fue fácil lo que hiciste, Victoria. Fuiste valiente, muy valiente. Algún apresurado dirá que no hay auditorio más fácil para ser conmovido que aquel que está aniquilado por el dolor. No, no es así: el dolor, como el miedo, es una emoción que obnubila, que cierra las ventanas de la intuición, de la conciencia expandida, de la atención plena. El dolor es un dictador feroz, enardecido, capaz de abolir el pasado, el contexto y el futuro, y si hay un auditorio difícil, cuando no imposible, de conmover, es el que ya está fatalmente conmovido. Era ese un dolor tan grande que ocupaba el lugar de cualquier otra emoción, y no era posible salir de ese laberinto sufriente, salvo, como decía Marechal, por arriba. Tus palabras fueron ese escape alado, y conmovieron allí donde todo era estupor, cansancio de ser, apatía exhausta. Es fácil decir que de tu boca salieron las palabras justas, pero lo que ocurrió fue hermosamente otra cosa: que a medida que salían, todos nos dimos cuenta de que ésas, no otras, ésas, y ninguna más, eran las palabras justas.

Fuiste, también, inteligente. No alcanza en estos casos con la voluntad, con la pasión que puja, hace falta también esa lucidez que distingue lo meramente emotivo de lo sagradamente espiritual, hace falta tomar distancia del propio dolor para que la potencia de las ideas tengan alguna chance frente al alud de la emociones. Hace falta, en suma, que el corazón y la razón se abracen, en esa cópula de la que nace la sabiduría.

Poco después de terminada la ceremonia, abracé con fuerza a mis amigos y pensé: “Amigos como éstos merecen que la vida tenga sentido”.

Palabras como las tuyas, Victoria, también merecen que la vida tenga sentido.

Me corrijo: palabras como las tuyas, hacen que la vida tenga sentido.

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