Pienso, luego resisto
Fernando Tranfo

Breve biografía de mis abuelos

31 de Julio de 2017

Fernando Tranfo


Abro el diario y leo con estupor lo que debería ser la noticia del siglo, del milenio, de la historia de nuestra especie (en inminente proceso de extinción, ya verán por qué): una aplicación inventada por Facebook tomó vida propia. Calculo que Mary Shelley debe estar en el más allá gritando infructuosamente “¡Idiotas, les avisé!… ¿O creyeron, por culpa de Hollywood; que Frankenstein era solo una novela de terror?”.

Lo que me tranquiliza es que la misma noticia está rodeada de otras no tan catastróficas: que la inflación sigue subiendo en Argentina (ejem…no sé si esto no es tan catastrófico como la fuga de Frankenstein), que se separaron tal y cual estrellas del mundo artístico, que River Plate compró un delantero, que Boca Juniors no compró un delantero…

Lo interesante de esto es cómo en una vida de cincuenta años como la mía (uf…bueno, cincuenta y dos) pudieron haber cambiado tanto las cosas. Supongo que algún día volveré sobre este tema, pero por lo pronto digo que cuando yo era pequeño le tenía miedo al cuco y no a que una aplicación se volviera autoconsciente.

Otro fenómeno que cambió mucho fue el paradigma de abuelidad. Hace poco veía una publicidad de pegamento para dentaduras postizas, y de pronto apareció una pareja de (ven…ya me da inseguridad qué es lo que debo decir: ¿Ancianos? ¿Personas de la tercera edad? ¿Gerontes? ¿Abuelos? ¿Gente mayor?), bueno, lo cierto es que les llamemos como les llamemos, lo que no admite mayores debates es cómo llamar a lo que estaban haciendo: se estaban dando un beso tremendo, que ni dos adolescentes en el día de la primavera lograrían emular. Este aviso sería algo así como el súmmum de una serie de publicidades que desde hace años proponen un tipo de abuelo/la muy diferente del que tuve la suerte, el placer y el dulce honor de disfrutar cuando pequeño. En estas publicidades se ve a los septuagenarios y octogenarios haciendo surf, escalando montañas, corriendo mountain byke, piloteando skates con sus zapatillas “convers”. Nada de camisetas, camisones, batas o pantuflas. Jean, campera de cuero para ellos, blusa hindú, remera ajustada para ellas…

Antes de que alguien me acuse injustamente de algo que no pienso, ni siento, aclaro: me parece perfecto que las personas de siete u ocho décadas (o nueve) puedan tener experiencias de vida que parecían reservadas a los de dos, tres, cuatro o cinco (¡Sí…cinco!) décadas. Aclaremos de todos modos que Mick Jagger es una excepción y no una regla, pero bien puede ser un estímulo para quienes, a pesar de tener los achaques propios de la edad, pueden soñar con cantar “satisfaction” junto a sus nietos, mientras menean las caderas.

Pero…otra cosa fueron mis hermosos abuelos.

Abuelos que ostentaban el reuma y la artrosis como una credencial de haber vivido, abuelos para quienes el colesterol alto era un deber y hacer una salsa sana una herejía.

Desde las veredas se podía, hasta no hace tanto (estoy hablando de hace cuarenta años, no del siglo XI), adivinar sin margen de error qué estaban cocinando los ilustres longevos del barrio: “Mmm…parece que Luisa está haciendo berenjenas al escabeche…”, “Qué olorcito…Don Duilio está preparando conejo al horno…”. Hoy es imposible inferir qué está pasando en la cocina de una casa. ¿Cómo distinguir, por ejemplo, el aroma a tarta de soja y zapallo? Ya no se sabe, desde lo estrictamente olfativo, si las casas están deshabitadas, si solo comen alimentos comprados o si una secta de hindúes, consumidores de vegetales crudos y semillas, ha tomado por asalto la vivienda.

Otro problema importante es el de los nombres: cuando yo tenía diez años, las señoras se llamaban Graciela, Amelia o Teresa, y los hombres Rodolfo, Ernesto o Julián. Cualquiera de estos nombres era perfecto para relacionarlo con ciertas actividades: “Doña Amelia está haciendo matambre al verdeo” o “Don Ernesto ya prendió el fuego para el asadito” suena creíble; aplicado a nombres como Ayelén, Thiago o Jennifer la cuestión se empieza a complicar.

Bien, comencemos ahora a cumplir lo prometido: narrar la biografía de mis abuelos, en riguroso orden de desaparición de este mundo.
Don Nicola, padre de mi padre. Capituló ante la muerte, para los parámetros actuales de vejez, relativamente joven, de una pancreatitis. Disimulaba ser peluquero pero levantaba quiniela clandestina (Juego de Lotería no oficial en la Argentina). Como tantas veces ocurre, fingir una profesión para ejercer otra lo convirtió en experto en ambas: fue un extraordinario peluquero y un legendario quinielero (hecho que lo convirtió, además, en el único peluquero que cortaba pelos a la cabeza…y a los premios). Respecto de su segunda labor, yo fui testigo de un don que aun hoy no deja de sorprenderme: jamás anotaba un número mientras se lo iban diciendo, los recordaba y recién al final de la jornada, mientras barría los pelos desalojados de su clientela, tomaba una libretita y anotaba todo. No tuve mucho tiempo para conocerlo, pero por suerte sus ráfagas de amor abuelo me quedaron grabadas en el alma. Una tarde se descompuso, cosa que no hacía prever su aspecto siempre sereno y sano. Los médicos que lo atendieron le dijeron que en unos días se curaría de la dolencia, pero mi abuelo se equivocó y se murió… Tendría yo cinco años cuando una noche descubrí a mi padre mirando al cielo estrellado y llorando…el mismo cielo que me vio mirar mi hijo a sus cinco años, llorando la ausencia de mi padre…

Pasemos a mi abuela Pepina, madre de mi madre. Siciliana, vivió gran parte de su vida en una casona antigua en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires, casona que quedaba frente a la escuela donde hice la primaria y secundaria, de modo que pasé casi toda mi infancia en esa vivienda con gallinero al fondo, techos altísimos y pisos de madera. Que me disculpen mis otros abuelos, pero ella representa para mí toda la ternura que la palabra “abuela” connota. Fue la persona más buena que conocí, una máquina de dar amor sin pedir nada a cambio. Se llamaba Sebastiana, pero en el barrio le decían Nelly. A mi hermano Marcelo y a mí siempre nos sorprendió esto, pero llegamos a la conclusión de que, como nunca le gustaba herir a nadie, tal vez dejó que el error se propagara para no hacer sentir mal a la gente. Inventó la ecología, porque recuerdo que se negaba a matar con sus propias manos las gallinas que criaba, faena que terminaban haciendo mis tías o la vecina Luisa. Murió de un ataque al corazón (¿de qué otra cosa podía morir alguien tan buena?) y tuvo además la grandeza de despedirse en los labios con una frase de profunda verdad e inalterable actualidad: “Estos periodistas políticos son todo uno malandrano…”, dijo antes de desmayarse e irse de viaje al lugar que debería existir para recibir tanto amor cuando se va de golpe.

Don pepino, es decir Giuseppe Vinci, padre de mi madre, fue un cristiano más creyente que San Pablo. Nativo también de Sicilia, lo recuerdo como si siempre hubiese sido viejo. Canoso, sentado en su sillón de mimbre leyendo el diario con una lupa, paladeando pastillas de mentol y escuchando ópera. Ya septuagenario, seguía cultivando unos terrenos en una localidad llamada Longchamps, donde había mariposas, orugas, parras, luciérnagas; y primos y tías queribles que se instalaron cómodamente en lo más sagrado de mi memoria. Mi abuelo no era tan ecologista…mataba a los escuerzos con un cigarrillo o a palazos y a las arañas con una ojota. Era tierno con los niños y severo con los adultos. Como mi padre, podía faltar a un cumpleaños, pero jamás a un velorio o a un entierro o a acompañar a los sufrientes en una cama de Hospital. Una tarde hubo paro de trenes y el hombre, ya de ochenta años, se volvió caminando desde Longchamps a Lomas (unos veinte kilómetros); llegó triunfante a las dos de la mañana, mientras mi madre y mis tías debatían dónde velarlo. ¿Su mayor gesto de amor? Tenía un asma feroz, que lo obligaba a ataques de tos de los que parecía no regresar. Ya viudo, cuando lo íbamos a cuidar con mi hermano, como sabía que nos preocupaba que en cada bramido se muriera, cuando regresaba de esa exhalación se ponía a entonar alguna canzonetta, para que supiéramos que estaba vivo. Tuvo el final de los elegidos: en paz, sabiendo que la muerte venía a buscarlo: “Anoche vino a buscarme mamita…lávame los pies”, le dijo a mi tía María; al ratito se murió.

Doña Teresa Arcuri fue la madre de mi padre. Personaje total, supo sobrevivir a tumores, caídas en soledad y varios tipos de accidentes urbanos y hogareños. Finalmente, la omnipotencia de un micro la doblegó una noche de lluvia en su amada avenida Independencia, en Capital Federal. Hasta el mediodía anterior a ese triste desenlace, atendió a mi papá como si fuera un nene (¿y qué otra cosa puede ser uno si tiene todos los mediodías una madre amorosa que le cocina lo que más te gusta?). Habiendo enviudado relativamente joven de mi abuelo Nicola, y afecta como era la gente de esos tiempos a los ritos funerarios, recuerdo que mi abuela me llevaba toda vez que nos veíamos a un derrotero bastante angustiante, que incluía la visita al cementerio de la Chacarita en Buenos Aires, para ir luego a ver a tías y vecinas varias, todas viudas, cuyas charlas solían transitar por temas muy hospitalarios a la melancolía. No descarto (por el contrario, lo considero muy probable) que mi amor a la Filosofía se haya gestado en esas tertulias entre mujeres vestidas de riguroso negro (que, dicho sea de paso, me trataban con una dulzura inolvidable). Experta en cocinar comida que escandalizaría a los gastroenterólogos y nutricionistas actuales (hacía una pizza rellena que chorreaba tanto aceite de sus bordes…como saliva de los comensales), me dio todo su amor la peor noche posterior a mi operación de peritonitis, cuando se quedó cada minuto al pie de la cama en el hospital patrullando que todo estuviera en orden y auxiliándome ante cada eventualidad. Si hubiese sabido que la muerte se la iba a llevar esa noche, habría intentado conservar la fórmula de unos rosquetes (“tarallos” los llamaba ella) para que las futuras generaciones pudieran exhumarla y disfrutar de uno de los placeres más característicos de mi infancia.

Abuelos rengos, con presión alta, amigos de las misas, que besaban con fuerza porque sabían que el beso de un abuelo siempre puede ser el último.

Abuelos con gallinero al fondo, escándalo de los bioquímicos, hacedores de buñuelos, perfumados a tuco y pesto.

Si en el universo tiene sentido, no hace falta explicar la existencia de tanta bondad en envase arrugado.

Si el universo, en cambio, es un absurdo, tuvo al menos cuatro descuidos enormes en pantuflas.

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