Pienso, luego resisto
Fernando Tranfo

Tiempos de “Neurostars”…

31 de Mayo de 2017

Fernando Tranfo


Tiempos de “Neurostars”…

“Canta, oh musa, la cólera del pélida Aquiles…”, “Cualquiera puede ponerse furioso…eso es fácil. Pero estar furioso con la persona correcta, en la intensidad correcta, en el momento correcto, por el motivo correcto, y de la forma correcta… eso no es fácil.”, “Justos hay dos, mas no los escucha nadie: soberbia, envidia y avaricia son tres centellas que guardan los corazones ardiendo…”, “El corazón tiene razones que la razón no comprende…”, “No es lo mismo amor que calentura…”, “Calmate un poco y después hablamos…”, “No me llevo bien con él…no sé...no hay química…”.

Informo (y perdón si les falto el respeto a quienes ya conocen la procedencia de estas frases, especialmente de las cuatro más célebres): la primera pertenece a Homero (o a todos los poetas que fueron Homero) y es el comienzo de la Ilíada, la segunda es una cita de la Ética a Nicómaco de Aristóteles (que además Daniel Goleman usa como introducción a su exitosísima obra Inteligencia emocional), la tercera es un fragmento del canto VI de Infierno de La Divina Comedia, del no menos divino Dante (el Infierno es la parte que casi todos los que dicen haber leído La Divina Comedia han leído en verdad, porque en el fondo, así como en los noticieros generan más espectadores las noticias malas que las buenas, en este caso a nadie le importa otra cosa que notificarse del padecimiento infernal de los réprobos), la cuarta es del complejo y torturado Blas Pascal…la quinta, la sexta y la séptima, bueno, podrían ser frases dichas por un amigo fiel, una abuela consejera, una madre sabia, una esposa en pleno ejercicio de la templanza o un compañero de trabajo confesando su antipatía por otro compañero.

Todas estas frases tienen algo en común: por un lado, por supuesto, hacer hincapié en lo peligrosas/os que son ciertas emociones o ciertos sentimientos, cuando no encuentran la senda de la mesura; por otro, dejar fuera de toda discusión que lo que sentimos amenaza con gobernar sobre lo que pensamos, y que esto último, casi siempre, o bien llega solo para justificar eso que sentimos, o bien llega tarde, o bien no llega.
Pero lo más interesante (eso creo yo, y espero que ustedes también, porque es el eje de este ensayo) es que dicen de un modo inspirado, desesperado, filosófico, coloquial, costumbrista o incluso indecoroso, lo que hoy los llamados “neurocientíficos” dicen con cara de estar descubriendo la importancia del agua en la natación, pero con una tomografía, una resonancia magnética o un cerebro partido por la mitad (de utilería, aclaro…al menos por ahora…) en los canales de televisión, en la feria del libro, en el último Congreso sobre Violencia Urbana, o (Dios no permita, pero parece que lo está permitiendo) en los ardorosos debates dentro de los partidos políticos.

Pensaba por estos días si esto no es un castigo merecido para quienes, como yo, nos quejábamos de la proliferación de psicólogos freudianos (bromeaba en mi columna anterior sobre este hecho) y de algunas de sus a veces exacerbadas costumbres: su look deliberadamente descuidado, su tendencia a usar buzos de polar y sacos marrones, sus anteojos levemente caídos, sus titubeos pre afirmación (“Hummm…a ver…”, “No será que…”), a veces su inoportuna interpretación de cada uno de nuestros actos como manifestación fallida de mecanismos inconscientes (es común por ejemplo que piensen que si uno se tropieza es porque no quiere llegar a un lugar, cuando en verdad el problema suele ser que el intendente no arregla las veredas). Bien, todo esto, como ocurre a veces cuando nos mudamos o cambiamos de pareja porque la situación anterior no nos hacía feliz y luego descubrimos que la situación anterior era mejor que la actual, hoy casi que nos empuja a gritar: ¡Vuelvan psicólogos! Claro que sí, al menos los militantes de los anteojos caídos y la sospecha dejaban algún lugar para el misterio, para la idea de que había algo de profundidad en el alma humana, para el sagrado despliegue de las alas del azar y la interpretación libre…

Bueno, pero eso ya es parte de un paraíso que si bien lo es porque no hay otros paraísos que los perdidos (esto lo dijo Borges, aclaro), hoy ha sido ferozmente abolido por otros militantes: los de las neurociencias.

Por si acaso, y para que nadie se ofenda y desde un positivismo básico y más que razonable me acuse de oscurantista, irracional o paleolítico, aclaro que no estoy en contra de los maravillosos aportes que la neurociencias están haciendo para comprender la mente humana. Mucho menos abjuro de los investigadores responsables y casi siempre humildes, que invierten todo su tiempo, su energía y su sabiduría en parir descubrimientos que nos permitan entendernos mejor como especie.

Digo: estoy harto, exhausto, podrido, indignado (supongo que los neurocientíficos sabrán qué clase de sustancia o acontecimiento cerebral es el responsable de que no los soporte más) de las inexorables incursiones de ciertos “neurocientíficos estrella” en cualquier situación en la que se esté discutiendo cualquier cosa, como si fueran Mick Jagger llegando al jurado de American Idol. Es fácil comprobar esto mirando los programas de debate u opinión que sobreabundan en la televisión. Se hable del tema que se hable, sea este gravísimo o superficial (los temas pueden ir desde la violencia de género, hasta las conductas de los votantes en las elecciones, las reacciones de los simpatizantes en las canchas de fútbol o las razones por la cuales uno decide veranear en playas que son insoportables); el esquema es el mismo: ya habiendo tenido cada unx de lxs participantes del opinódromo su tiempo para decir lo que le parezca, de golpe la cámara se enfoca sobre Su Sanidad, que suele estar inclinado sobre su eje, levemente alejado de la turba, como dando a entender que es un hábil y ecuánime observador de su entorno pero no termina de formar parte de él. Entonces el moderador del programa, que frente a los neurocientíficos suele hacer el papel de asombrado profesional (“¿Usted quiere decir que las emociones nos dominan?”, “¿Entonces el enamoramiento no es lo mismo que el amor?”, preguntan con cara de estar frente a una verdad de esas que cada milenio estremecen al mundo), lo mira a los ojos y le dice: “¿Qué pasa por la cabeza de un asesino serial?”. La pregunta es, en verdad, un continente vacío que pude ser llenado por cualquier otra: ¿Qué ocurre a un jugador que tiene que patear un penal en una final? ¿Qué es lo que lleva a un pobre a votar a un neoliberal? ¿Qué es lo que hace que las personas deseen a otras si están bien con su pareja?

Y entonces, frente a estos y otros enigmas profundos, se configura el delito epistemológico, una serie de enunciados pretendidamente científicos que tiene un rigor al que Popper habría enviado (como Dante) al noveno círculo del Infierno. Tomemos como referencia al gran Popper para, como suele decirse, pararnos sobre los hombros de un grande y mirar desde allí. En primer lugar, estos omniscientes personajes son incapaces de decir “No sé”, “Eso aún no se ha probado rigurosamente” o “La verdad, este es un tema que excede mi ámbito de investigación…”. No, se zafa del incordio de no saber qué contestar usando el viejo y querido recurso de la vaguedad (que los neurocientíficos tanto le endilgan a sociólogos o psicólogos), diciendo cosas como “Bueno…ése es un fenómeno muy complejo, multicausal…”, o “Según algunas hipótesis, eso podría ser causado por…”. La vaguedad también suele ser un recurso a la hora de titular su presentaciones magistrales: “El futuro y el cerebro”, “Educar para crecer”, “Neurociencias: horizontes posibles” y otros recipientes infinitos que invitan a hablar de cualquier cosa, porque casi siempre es de “eso” sobre lo que se habla. Otro recurso clásico es descender al abismo de la más abyecta de las trampas, por ejemplo, haciendo uso del sesgo de retrospectiva, explicando una vez que sucedieron ciertos hechos (con el diario del lunes, se dice en Argentina) las previsibles razones por las que eso debía ocurrir; así, cuando deben explicar las conductas de un psicópata, se valen de lo que el periodista de ocasión les provee como data y dicen “Claro…ésa es la típica conducta del psicópata…”. O, como tantas veces ocurre, haciendo abuso de la falacia de causalidad, explicando todo acontecimiento emocional como causado por un fenómeno biológico, siendo que la cuestión a discutir es, justamente, si lo biológico no es causado o al menos condicionado por otro tipo de fenómenos, como los intersubjetivos, culturales, intrapsíquicos, socioeconómicos, políticos y otras variables que son fácilmente despachadas hablando con cara de próceres sobre lóbulos temporales, glucosa, serotonina y sinapsis. Me decía hace poco mi gran amigo, el filósofo, patafísico y peso welter Ignacio Maciel, que ciertos enunciados de los neurocientíficos son indiscutibles pero no porque sean verdaderos, sino porque (en el lenguaje de Popper) son infalsables. Para que este truco sea efectivo utilizan otro de sus comodines: la teoría de Darwin. Parten del postulado de que todo lo que existe en nuestro cerebro ha sido conservado por la selección natural, y entonces no hay manera de refutar esto porque cualquier cosa que ocurre la explican diciendo “Eso es así porque la evolución eligió eso para asegurar la supervivencia de la especie…”. Ejemplo: “¿Por qué los seres humanos tenemos el hábito de meternos los dedos en la nariz y hurgar en nuestras mucosidades?”, “Porque cuando éramos cazadores recolectores en la sabana de África tener las fosas nasales libres nos servía para oler la llegada de algún animal o de un miembro de una horda extraña…”.

Última reflexión: entre quienes creemos que la medicina científica ha sido y es una de las mejores noticas para la especie humana, pero también sabemos que no hay conocimiento que no se ideologice y transforme sus descubrimientos en dispositivos de control social; crece la preocupación por cómo la política empieza a poblarse de esta caravana de nuevas deidades. Podemos pensar con humor en futuros discursos de campaña, del tipo: “¡Y a los que nos dicen que nuestro gobierno no ha hecho nada por equilibrar los niveles de serotonina, yo les advierto que en las próximas elecciones no hay opción: o eligen por nosotros o eligen por la depresión endógena!”. Tal vez estos personajes, ya devenidos en gobernadores o presidentes, tengan sus despachos decorados no con la imagen del prócer fundacional de su patria sino con una imagen de una resonancia magnética cerebral…

Pero hay ciertos signos que dan más miedo que gracia. No sea cosa que estemos en presencia, como tantas veces ha ocurrido desde el siglo XVIII para acá, de teorías que en el nombre de la seriedad científica no se proponen otra cosa que justificar biológicamente ciertos fenómenos que son cerebrales, sí, porque son el producto del cerebro de algunos que siguen queriendo legitimar todas las formas de desigualdad a las que nuestra especie está tan lamentablemente acostumbrada. Eximo de esto, por supuesto, a los investigadores que nos quieren (y logran) mejorar la vida. Mis disculpas para ellos, que son multitud y merecen toda mi admiración y gratitud, pero no está mal que estemos alerta.

No olviden que las señales de alerta son un mecanismo darwiniano para que ciertos peligros no debiliten nuestras posibilidades de supervivencia

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