Pienso, luego resisto
Fernando Tranfo

Instrucciones para (no) hacer stand up

21 de Mayo de 2017

Fernando Tranfo


Instrucciones para (no) hacer stand up


Como es sabido (y si no es sabido, lo sabrán ahora), la República Argentina tiene un curioso récord: la cantidad de psicólogos por metro cuadrado o por habitante o por complejo de Edipo más alta del mundo. Forman parte de nuestro modo cotidiano de hablar frases como “No proyectes en mí tus inseguridades” y en las plazas, no faltan niños que abandonan el juego de las escondidas reflexionando del siguiente modo: “No seguiré jugando…este juego refuerza mi tendencia a ocultarme de los problemas…”. Creo que por ahí nomás anda Francia en esto de ser más freudianos que Freud, aunque parece que en los últimos años esta pasión ha menguado y hemos quedado los argentinos en posesión indiscutible de semejante score. Es cierto, algunos dirán que es casi imposible distinguir a cualquier francés de un psicólogo, pues parece que todos los franceses lo son, salvo que algunos tienen además título habilitante.

Volvamos a la Argentina (metafóricamente, desde luego, porque estoy escribiendo desde aquí). Como a los argentinos nos encanta hacer teorías complejísimas sobre cualquier tema como si fuésemos expertos en él (a esto le llamamos “opinología”, “hablemos sin saber” o “síndrome del taxista”), arriesgaré algo: me parece es la alquimia entre una educación pública de excelencia y una inocultable tendencia a la anomia la que produce semejante fenómeno (y otros análogos que ya desarrollaré). Es decir: la posibilidad de estudiar en Argentina cualquier carrera de manera gratuita (lo que últimamente se conoce con la célebre definición presidencial: “caer en la educación pública…”), sumada a esa energía bien latina que tenemos y a ese pavor a la organización, termina por producir este tipo de fenómenos desmesurados. Somos, en efecto, ilustrados “a la europea” pero caóticos como nosotros, y entonces ocurren estas cosas. Como mi intención no es, desde luego, hacerles el juego a quienes ponen cara de preocupados y dicen “Debemos organizar esto para que sea más eficiente…” y no entienden la eficiencia de otro modo que no sea cerrarle el acceso a lo gratuito a quien no puede pagarlo, me despediré ya mismo de esta cuestión, dejando solo a flote el tema de la desmesura, que es por otra parte el eje que me permitirá llegar a donde quiero llegar.

Desmesura: sí, porque no sólo tenemos más psicólogos que problemáticas, alguna vez tuvimos más videoclubes que películas, más canchas de paddle que jugadores y más “parripollos” que consumidores de pollo a la parrilla. Como este es un texto pretendidamente risueño, también olvidaremos por ahora las causalidades económicas, muchas veces dramáticas, que hay detrás de estos fenómenos.

Lo cierto es que ahora padecemos un flagelo que siguió el derrotero creciente de ciertos virus: comenzó como enfermedad, se hizo epìdemia y, si no lo frenamos a tiempo, se volverá pandemia: la cantidad de gente que se cree habilitada a hacer un show de stand up.

Todos tenemos un amigo de esos que suelen tener la capacidad de producir frases ingeniosas, epigramas, aforismos, paradojas, ironías y otras formas de la creatividad más o menos espontánea. Y todos celebramos tener esa clase de amigos, porque nos prodigan buenas dosis de risas o reflexiones hilarantes, encienden las reuniones, colorean las esquinas y honran los bares. Pero claro, en estos tiempos de despilfarros de superlativos, soltamos con gran liviandad la palabra “genio” y cuando nos queremos acordar (y ya es demasiado tarde) el muchacho o la chica ya están arriba de un escenario, creyendo que eso que hace las delicias del grupete de la oficina o del club o de la barra, puede por analogía ser un espectáculo.

Y no, amigo, no lo es. Mire, no es que por haber tenido una noche de alto rendimiento erótico usted puede ser artista del porno ni por haber hecho un lindo gol después de un asado usted puede jugar en primera ni por haberle hecho una rica comida a su cónyuge usted puede regentear un restaurante. Volviendo al tema que nos ocupa, el del humor standapero, esto no puede ser por varias razones. Primero porque en las reuniones hay varios momentos en que la atención se distrae de su “genialidad” y entonces ésta puede aparecer en escena solo cuando realmente se le ha ocurrido algo ingenioso y no durante cuarenta minutos sin pausa. Además, si usted dice algo que no es ingenioso, o bien sufre sólo por unos segundos la falta de festejo de la broma, o bien (éste suele ser el caso) tiene buenos amigos (o amigos borrachos) que festejan cualquier cosa. También es cierto, para solaz de quienes (como yo) defienden la naturaleza colectiva de las cosas importantes, que casi nunca la frase ingeniosa, aun siendo producto de uno, es una creación de tipo individual. Existe en los grupos de amigos en serio una especie de energía de enjambre, que hace que cada uno vaya aportando algo de su modesta hilaridad, para que se genere ese clima de éxtasis final. Es la vieja metáfora del solista que se destaca porque está en un grupo que lo rodea bien.

Todos tenemos además, nuestro “momento Wilde”, pero eso suele ser un evento extraordinario, no una demostración de ingenio crónico. Un día, una mañana, una tarde, en una reunión, en la parada del colectivo, en la cancha, de pronto decimos una frase que es mucho más genial que nosotros. Yo tuve esa abrupta visita de las musas cierta vez en el consultorio del odontólogo. Se me había roto una muela y yo le pedí al dentista que me la sacara. Él propuso arreglarla, pero claro, cuando le pregunté cuánto costaba el arreglo me dijo una cifra escandalosa, pongamos por caso, diez mil pesos. Le dije con mayor convicción aún que no pensaba pagar eso, que por favor me la extirpara de una buena vez. El hombre, duro de roer, probó con psicopatearme: “Si te saco la muela, por la posición en que está, cuando te rías se va a ver el agujero…”. Poseído por una creatividad que ciertamente no tengo, yo le dije: “Si tengo que pagar diez mil pesos, por la posición económica en que estoy, no me río nunca más…”. Nótese que la frase no solo fue extraordinaria, sino que ni siquiera se proponía ser graciosa, más bien era una forma graciosa de decir algo dramático. He ahí el verdadero espíritu del stand up: el del chiste casi kantiano, que se hace como una especie de deber, con displicencia, resignación o laconismo. Pero he ahí, también, su condición de imposibilidad: los milagros no ocurren cada quince segundos. En Argentina tenemos a esos milagreros, pero en general abundan en los pueblos del interior del país, derrumbados o encendidos, en la silla de un bar o en el mostrador de un club, o en la periferia de los barrios, ejerciendo ese humor apócrifo que no pide aplauso ni necesita escenario.

Otro tema en cuestión es la actitud del monologuista. El stand up anglosajón es genial, pero no porque los yanquis o los ingleses sean más graciosos sino, justamente, porque hablan como si no lo fueran. El chiste aparece con la sorpresa que genera un monstruo, pero no en el tren fantasma. Nuestros standaperos solo pueden hacer aparecer monstruos en el tren fantasma. Todo es previsible, están ansiosos, riéndose antes que el público de su propia broma, acelerados como si alguien viniese pronto a clausurar el local.

El gran Capusoto tiene un sketch en el que desnuda la verdadera condición humorística del stand up argento: un público que festeja cualquier cosa porque ha decidido a priori que lo que el tipo que está diciendo allá arriba es gracioso. Es la actitud del turista que tiene la obligación de creer que ha visitado un lugar maravilloso, para justificar que semejante viaje no ha sido una empresa absurda.

Me despido, como no podía ser de otra manera y a modo sumario, con un modesto decálogo de consejos para standaperos argentinos, a saber:

• No crea que lo que le causa gracia al tío Pocho o a nuestros amigos de la secundaria, habilita a andar diciendo monólogos por ahí a gente que uno no conoce.
• Si alguna vez se le ha ocurrido una idea genial, sepa que eso ha sido un don concedido bruscamente por el azar o por los dioses y no una característica permanente de su inteligencia.
• No menosprecie la incidencia del alcohol en los festejos que los demás hacen de sus ocurrencias.
• Piense que los que lo van a ver a un teatro han pagado la entrada y eso hace que estén muy interesados en que esa paga no haya sido en vano, por lo tanto creerán que usted es inteligente, para no tener que asumir que ellos son estúpidos.
• Por favor, no hable apurado. Eso le queda bien a Woody Allen, pero el hombre además de hablar sin pausa tiene otros atributos de los que usted ciertamente carece (por ejemplo, ser un genio del humor).
• No todo lo que le pasa a usted con su perro, en la cama, en el baño, en vacaciones o en un hotel alojamiento, es gracioso.
• O, en tal caso, piense que tal vez algunas de las cosas que le pasan son graciosas, pero usted no.
• Vea un video de Seinfeld y luego vea un video de usted.
• No descarte la posibilidad, ante su fracaso como standapero, de estudiar para ser psicólogo.
• Aprenda de mí, que soy un genio y sin embargo no hago stand up.

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